Si ayer mirábamos la presidencia de Biden en su plano interno, vamos hoy a echar un vistazo a su política exterior. De momento se cumple una máxima no escrita que reza que los presidentes demócratas son más intervencionistas que los republicanos, siendo estos últimos más proclives al aislacionismo. A Trump le costó disparar, y Biden ya lo ha hecho un par de veces en dos meses de mandato. Una clara excepción a esta regla es la presidencia de Bush hijo, pero es evidente que aquel mandato, que iba a ser introspectivo al máximo, quedó patas arriba tras el 11S y la locura que se instaló en algunos despachos del Pentágono. Es probable que Biden dude menos en intervenir y, casi seguro, suscite pocas críticas por ello. Nuevamente el doble rasero.
El gran eje sobre el que pivota la política internacional de EEUU desde hace un tiempo, y la global, es China. Tras la caída de la URSS EEUU se quedó solo al mando del cetro global, pero eso ya no es así. Las dimensiones económicas de China son tales que su grado de influencia es global, y con ello su poder. Su ejército aún es una sombra respecto al norteamericano, pero crece sin parar en inversión, tecnología y capacidades. La reciente cumbre celebrada en Alaska, organizada como poco más que una toma de contacto entre las autoridades chinas y la nueva administración, ha sido un espectáculo de disensiones y reproches mutuos, y ha dejado la sensación de que la guerra fría no se repetirá entre ambas naciones, porque había en ese escenario factores impensables hoy en día, pero que la rivalidad y recelo mutuo no deja de crecer. China ha lanzado en esa cumbre un mensaje muy importante, y es que empieza a ver a EEUU como un país al que tratar de tú a tú, al mismo nivel, sin subordinaciones de ningún tipo La preocupación entre los mandatarios, élites y empresarios norteamericanos respecto a China no ha dejado de crecer a lo largo de estos años, y es uno de los pocos consensos que unen sin fisuras a demócratas y republicanos. Frente a esto, el reto de cuestiones globales palidecen, aunque sean de gran importancia. Las tres más importantes que se me ocurren ahora mismo son el problema de Corea del Norte, la negociación nuclear con Irán (y todo lo que sucede en el entorno de Oriente Medio) y la relación con Rusia. En este último aspecto Biden se encargó la semana pasada de echar mucha sal a las heridas mutuas, aceptando la definición de Putin como asesino que le sugería un periodista en una entrevista. Esto ha provocado una reacción diplomática fuerte por parte del Kremlin y una respuesta taimada, mordaz, en la boca del aludido Vladimir, que ahora está mucho menos cómodo sin tener a un payaso al frente del imperio. Las acusaciones de injerencia rusa en los procesos electorales norteamericanos y, en general, los ataques de hackers de esa nación contra sistemas e instalaciones occidentales están siempre sobre la mesa de unas relaciones muy deterioradas. Desde Washington se ve a Rusia como un país pobre y decadente, que vive como algunos del tercer mundo de la exportación de materias primas, especialmente hidrocarburos, y que quiere jugar un papel global que no puede ser dada su creciente ruina. Rusia se sabe débil, pero no quiere dejar de ser quien fue, y sigue jugando a la guerra asimétrica de la desinformación y la intervención cibernética, a sabiendas de que todo lo que moleste a sus rivales será daño que les haga y que no podrá ser respondido de manera directa. En el tablero global las relaciones entre ambos países han perdido valor geoestratégico, y el mundo ya no depende de que Washington y Moscú se lleven bien o mal, pero hay conflictos “proxy” por llamarlos así, como Siria o Ucrania, que evolucionarán a mejor o peor en función del clima que se establezca entre ambas capitales. Rusia puede generar muchos dolores de cabeza (ya hemos visto lo mucho que ha favorecido a los independentistas catalanes, sin ir más lejos) y el que Putin siga actuando como un dictador que no se atiene a reglas ni leyes puede causar problemas diversos y, en algunos casos, sorprendentes.
En estos meses Biden ha tratado de reestablecer puentes con sus socios del resto de occidente, especialmente con la UE, y el clima ha mejorado notablemente, pero ha quedado la sensación, cierta, de que la política exterior norteamericana ya no será tan estable como en el pasado y, sobre todo, que el movimiento ya iniciado por Obama de olvidarse de nosotros para centrarse en la obsesión asiática ha venido para quedarse. En ese juego global de gigantes los europeos, y el resto del mundo, podemos asistir como espectadores, y sufridores, a decisiones que pueden condicionar nuestras vidas sin que podamos decidir nada al respecto. Por ahora una cierta imprudencia domina la visión exterior desde la Casa Blanca, veremos a ver qué decisiones se toman.
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