miércoles, mayo 12, 2021

Morir en una escuela

Ayer Rusia vivió una de esos horrendos episodios que son tan típicos en EEUU, en los que un exalumno cargado de odio y armamento arremete contra la escuela en la que estudió de pequeño, y a saber qué le pasó, y decide matar para purgar sus dolores o, como disolvente, extenderlos por doquier. El balance es el de siete críos muertos, y una profesora y una empleada de la institución también asesinadas por el instinto homicida de un chaval de diecinueve años que no se suicidó, sino que se entregó a la policía, haciendo declaraciones de posesión, de diablo, de odio. Será juzgado y condenado, pero el horror que ha creado ya nadie lo redimirá.

Si esta desgracia ha sido causada por un atacante solitario, lo que se ha vivido en Afganistán este fin de semana es algo muy distinto, fruto del odio sectario de los talibanes, del yihadismo, que considera a la mujer poco más que un felpudo sobre el que poder restregarse. El atentado perpetrado por esos extremistas contra una escuela femenina chií se salda con un balance tan atroz como difícil de asumir. Unas 85 fallecidas y camino de las dos centenas de heridos en una acción casi de guerra con coche bomba y explosivos de distinto tipo. El objetivo era eliminar la escuela, exterminar a quienes allí se encontraban. Así de simple y aterrador. Un lugar dedicado a la enseñanza, en este caso también de corte islámico, en el que las alumnas eran todas mujeres, más bien niñas, crías inocentes que apenas estaban empezando a conocer el amargo mundo que los adultos les habían fabricado, y que estudiando trataban de encontrar no se si un mundo mejor, pero sí al menos herramientas para poder entenderlo y enfrentarse a él. Todo eso, arrasado por una concepción sectaria de la vida tan absurda como cruel, que cree que la mujer no es un ser humano como tal, y que debe ser recluida, estabulada, sometida a vejación con el único fin de procrear a la mayor gloria de un Alá convertido en monstruo y de sus seguidores, fanáticos asesinos. La presencia de tropas norteamericanas en Afganistán durante dos décadas no ha evitado que se produzcan atentados con mayor o menor frecuencia, pero ha otorgado un mínimo de estabilidad a aquel país y ha permitido que generaciones jóvenes, especialmente de niñas, puedan nacer y crecer en una sociedad islamizada muy rigorista, con un elevado grado de opresión, pero al menos con acceso a educación, servicios y otras posibilidades profesionales. Toda esa endeble estructura social corre el riesgo de venirse abajo ahora que los EEUU empiezan, de verdad, la retirada de sus tripas en aquel país, con la vista puesta en el 11 de septiembre, vigésimo aniversario del atentado de las Torres Gemelas, cuando se prevé que la retirada haya terminado. Y claro, a medida que se marcha el guardián, se revuelve la perrera en la que algunos ejemplares desean morder sin cesar. Los talibanes, que nunca se fueron del todo, y que siguen imbuidos de su rigorista doctrina yihadista, esperan, no tienen prisa, no conocen de ciclos electorales, opinión pública, presión social y demás pamplinas occidentales. Sólo Alá en su mente enferma es lo que les llena, y quien no se pliega a Ala y a la visión que de él tienen sólo posee un destino; la muerte. Las acciones armadas de los talibanes han ido creciendo a lo largo de este año de una manera lenta pero constante, y está por ver la capacidad que pueda tener el gobierno sito en Kabul para detenerlas. Las, por ahora, autoridades del país, han alertado de su incapacidad para controlar el territorio con unas fuerzas armadas que han sido entrenadas por las tropas occidentales, pero que carecen del arrojo y determinación de los asesinos yihadistas, y si bien es cierto que pueden ser efectivas ante un enfrentamiento militar convencional, tienen poco que hacer ante ofensivas de guerrilla que se aprovechan de la escarpada geografía local y de las infinitas tribus que viven dispersas por aquel territorio. Nadie sabe lo que puede acabar pasando en aquel territorio cuando se deje a merced de los que allí están, ni cuánto aguantará el gobierno ni si el país se mantendrá como tal. Las perspectivas para los afganos son, como mínimo, sombrías.

Y para las afganas ni les cuento. Sólo pueden ir a peor, o mucho peor. Es una constante de los grupos yihadistas el asalto y destrucción de escuelas, especialmente femeninas, algo que los salvajes de Boko Haram llevan practicando en Nigeria desde hace años, porque saben esos asesinos que la enseñanza dota a la persona de herramientas para comprender lo que le rodea, y no caer tan fácilmente en la manipulación y la mentira. Explotar y someter a alguien es mucho más sencillo cuanto menos sepa. Por eso buscan arrasar con las escuelas femeninas, y si de paso se elimina a algunas mujeres, mejor que mejor. Nos regodeamos en distopías televisivas sobre regímenes teocráticos que someten a la mujer, y ni la más retorcida ficción alcanza el grado de sordidez y crueldad al que llegan los talibanes. Y, me temo, nada haremos para combatirles.

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