Ya lo vivimos en España en mayo. En ese momento, el régimen marroquí utilizó a migrantes nacionales y, sobre todo, provenientes del África subsahariana, para lanzarlos contra la frontera ceutí, buscando que esa entrada masiva supusiera una desestabilización de la ciudad y, de paso, un grave problema para la nación vecina, España. En ningún momento la satrapía de Marruecos estaba preocupada por el destino de esos migrantes, o sus condiciones, o el peligro que supondría realizar la entrada en la ciudad en por las peligrosas aguas del mar, no. Más bien lo contrario, esas personas eran usadas como armamento, como herramienta de presión, y si una herramienta se rompe o resulta dañada durante su uso, se cambia por otra. Así de crudo y cruel.
Algo muy similar es lo que estamos viendo estos días en la frontera entre Polonia y Bielorrusia, aunque a una escala mucho mayor. Minsk sigue sometida a sanciones internacionales desde que la UE y otras naciones dijesen basta al último y más chapucero de los amaños electorales que el dictador Lukashenko viene realizando en aquella nación desde hace décadas. Esta vez era demasiado descarado el autogolpe que el régimen se daba en unas elecciones a la nicaragüense, en las que el resultado se podía narrar días antes de su celebración. País pequeño en economía, empobrecido, dependiente casi en todo de su vecino ruso, Bielorrusia es una cosa extraña en medio de la estepa del este, un territorio que actúa como marca del poder de Moscú, y que es visto por sus vecinos como un caballo de Troya de las aspiraciones de Putin en la región. El régimen mantiene el control del país y en Moscú apoyan al régimen. Las sanciones, duras, han encabritado a Lukashenko, y se ha lanzado al contraataque, y eso en esta época de guerras híbridas, extrañas, en las que se dispara poco y se trata de hacer el mayor daño posible, se ha traducido en el uso de la inmigración por parte de la dictadura bielorrusa contra las fronteras de la UE. ¿Cómo? De una forma ingeniosa. Se recolectan refugiados de naciones de oriente medio sometidas a graves crisis, como pueden ser Irak o Afganistán, se fletan vuelos desde esos lugares hacia Bielorrusia y, una vez allí, las tropas del régimen se encargan de llevarlos a la frontera con Polonia, con la UE, y les fuerzan a que intenten atravesarla. Varios miles de personas, de procedencias diversas, pero marcados por la desgracia que se ha abatido con sus vidas, ven como a todos sus males se une el de ser utilizados como proyectiles arrojadizos en un enfrentamiento geopolítico en una zona del mundo de la que no saben nada y que, muy probablemente, nunca jamás habían pisado. Las autoridades polacas, desbordadas, han militarizado los pasos fronterizos y se aprestan a levantar controles, alambradas y vallas en la línea de demarcación de ambas naciones, en previsión de que estos movimientos no cesen. Los polacos impiden a los refugiados entrar en el país y les obligan a darse la vuelta pero, a los pocos kilómetros, destacamentos militares bielorrusos, les niegan la posibilidad de avance y les vuelven a dirigir hacia la frontera polaca. En la tierra de nadie que separa ambas naciones miles de personas malviven entre dos bloques de tropas, unas las responsables de que allí estén, que les han engañado, transportado y utilizado. Otras, las del país vecino, que cumplen órdenes de defender las fronteras de la nación y evitar que el fantasma de una nueva entrada masiva de inmigrantes sea otra vez portada de las noticias y de la actualidad política en las naciones del este, reacias como pocas al tema migratorio. Y en medio de este desastre, Lukashenko se muestra altivo y chulo, exigiendo a la UE un comportamiento humanitario ante “el sufrimiento de esas pobres gentes” mientras una sonrisa cínica se escapa de su cara sin apenas disimulo.
Parte de esa sonrisa apunta a Moscú. Desde allí Putin observa todo y se lo pasa en grande. Es muy aventurado afirmar que Rusia está detrás de este movimiento como elemento activo, organizador si se quiere, pero es casi seguro que Lukashenko no se hubiera atrevido a hacer algo así sin el permiso de Putin. “Vale, lánzate y yo te cubro” es algo que perfectamente pudo haberle dicho el sátrapa moscovita a su perro de presa bielorruso. Y la UE, con apenas instrumentos en su mano más allá de las declaraciones, ve como el flanco del este se convierte, cada vez más, en un grave problema no ya sólo de derechos y libertades, sino también de seguridad. Y todo esto en invierno, con temperaturas gélidas y con la necesidad de consumir el gas, ruso, en máximos. Un escenario de pesadilla.
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