jueves, noviembre 04, 2021

El coche eléctrico, o injusticias de la política verde

Quizás estén ya hartos, tendiendo a morado, con la serie de artículos “verdes” pero es un tema importante, y creo que en él la demagogia ha calado hasta un punto tal que lo desvirtúa todo. Pero su complejidad y aristas hacen que incluso medidas que, aparentemente, son útiles y buscan la reducción de emisiones de una manera lógica pueden tener un reverso económico muy peligroso, haciéndolas contraproducentes. Como pensar sobre lo que pasa en otras naciones se nos hace ajeno, pongamos el caso del coche eléctrico, uno de los más recientes y exitosos productos de nuestra tecnología, que no emite CO2 a su marcha.

Vamos a suponer que el coche es limpio, es decir, las fábricas que lo producen emiten la menor cantidad de contaminantes y la electricidad que consume se genera con fuentes renovables. Todo esto es mucho suponer, sí, pero sea, por lo que tenemos ese nuevo vehículo en la calle. Los precios de esos coches, actualmente muy caros, reciben una subvención de los gobiernos de medio mundo para estimular sus ventas pero, aun con el descuento, resultan ser bastante más costosos que un vehículo equivalente térmico. La actual tecnología de baterías y la falta de puntos de recarga (que no crecen porque la flota de consumidores de los mismos aún es escasa) hacen que estos coches eléctricos tengan una autonomía limitada, y puedan ser útiles en su uso diario en el desplazamiento de casa al trabajo, pero no rinden como vehículo de todo uso, si pensamos como tal el que muchos tienen en mente para cogerlo, por ejemplo, mañana, antes del madrileño puente de la Almudena, para escaparse de fin de semana largo. Una alternativa para la recarga es montar un punto de alimentación en el garaje de casa, donde se guarda el coche, pero exige gastar dinero en ello, aunque también hay algunas subvenciones. Este estado de cosas describe al comprado de coche eléctrico como una persona de renta alta, que tiene más de un vehículo, y que, en muchos casos, posee garaje donde estacionarlo. El comprador habitual es un residente de una urabnización de extrarradio donde las rentas son muy altas. Ahora piense usted en el consumidor de clase media baja que conforma el común de nuestras sociedades, o el autónomo que desempeña un trabajo. Posee un vehículo propio al que da uso de lunes a lunes, por motivos de desplazamiento al trabajo y de ocio, excursión o recados. Si es autónomo es probable que también use el coche para trabajar. Ese vehículo hace una gran cantidad de kilómetros al año, consume combustible y emite CO2, y debe mantenerse en marcha el mayor número de años posible para amortizar la compra. Muchos de esos ciudadanos viven en casas con plaza de aparcamiento subterráneo, pero muchos otros, puede que la mayoría, no dispone de ese lujo y deja el coche en la calle por la noche, por lo que no puede plantearse nada relativo a la instalación de puntos de recarga en instalaciones comunitarias que, directamente, no existen. La capacidad adquisitiva de ese usuario de vehículo convencional es bastante menor que la del potencial comprador de coche eléctrico. Ninguno de ellos es pobre, desde luego, pero para uno la compra del coche es un sacrificio necesario que le va a suponer un esfuerzo y para otro es un suplemento a lo que ya posee, una ganancia en nivel de vida. Ambas posturas, aunque las haya simplificado, representan dos grupos de población muy claros y, numéricamente, muy distintos, porque es evidente que hay mucha más gente de clase media baja que de alta o desahogados.

¿Cuál es la mayor paradoja de esta situación? Que las subvenciones que recibe el desahogado para acceder al coche eléctrico se pagan con impuestos, que sufragan él y el de la clase media, pero que benefician al de rentas altas. Esa subvención es una transferencia de rentas de un colectivo que está más necesitado de ellas a uno que no depende de las mismas. Es una estrategia fiscal profundamente regresiva, de pocas dimensiones, dados los volúmenes de dinero que mueven estos planes, pero que suponen dar dinero a quien menos lo necesita. En principio, esas subvenciones tienen lógica y generan mejoras para todos, porque el coche limpio no contamina el aire que respira cualquier persona, sea cual sea su renta, pero si uno observa esa medida en detalle, se dará cuenta de que hay algo perverso en ella. ¿Cómo se arregla eso? ¿Cómo compatibilizar equidad fiscal y reducción de emisiones?

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