miércoles, noviembre 03, 2021

Clima, emisiones y países pobres

Les comentaba ayer algunos aspectos de la actual lucha contra el cambio climático que no me convencen, de forma y de fondo, pero hay uno, profundo, que creo que se está enfocando de manera errónea e injusta por parte de los dirigentes de todo el mundo, que es el lado económico. Dice el dicho que la economía no lo explica todo, pero que nada se explica sin ella, y en este tema de las emisiones, las energías verdes, la transición ecológica, hay una profunda brecha entre ricos y pobres en, al menos, dos planos, países ricos como los nuestros frente a los que no lo son y, dentro de las naciones, ciudadanos con recursos frente a los que carecen de ellos o los tienen muy justitos.

La transición energética es cara, y partiendo de ahí resulta evidente que para algunos es más viable que para otros. Es divertido, siendo sarcástico, ver a las naciones industrializadas del mundo, que han creado un enorme aparato productivo y tecnológico durante décadas de inversión en tecnologías contaminantes, decir a países que empiezan ahora el proceso de industrialización que no, que ellos no pueden usar las efectivas y sucias tecnologías que las naciones ricas sí han explotado. Un país próspero puede tener recursos para empezar a diseñar forma de optimizar la energía, de usarla de manera alternativa, y de hacer frente a los costes de una reconversión, pero una nación en desarrollo, no digamos ya una pobre, está en un nivel de preocupaciones mucho más básico, y la emisión de CO2 no está precisamente entre sus objetivos. Si Nigeria alcanza en algunas décadas los quinientos millones de habitantes que pronostican algunos estudios demográficos ¿cómo va a ofrecer a su población recursos básicos si no es con un uso intensivo de las fuentes de energía conocidas? Ahora mismo la tasa de emisión contaminante per cápita está liderada por nosotros, las naciones ricas, por lo que es a nuestros países a los que nos corresponde abordar un proceso de transición, de inversión en tecnologías limpias que sean cada vez más eficientes y, con costes de desarrollo amortizados, baratas, que puedan ser implantadas poco a poco en otras naciones, pero escuchar discursos de líderes del primer mundo aleccionando al resto para que sean frugales y no contaminen resulta, cuando menos, insultante. China, actualmente el país más contaminante del mundo, está embarcado en un proceso de limitación de sus emisiones, más que nada porque el irrespirable aire de muchas de sus ciudades es ya un problema social y despierta recelos entre la población, no por el hecho de que la nación esté preocupada por el cambio climático. Ese proceso de reducción pasa por modernizar toda su industria pesada, la mayor del mundo, y buscar cómo compatibilizarlo con el crecimiento económico necesario para sostener las demandas de su cada vez más próspera población y el acuerdo tácito que existe en el país entre sus gentes y el régimen autoritario que oprime libertades, pero otorga seguridad y prosperidad. China, poseedora de enormes recursos, fuerza de voluntad y tiempo, quizás sea capaz de llevar a cabo esta transición, y si lo logra nos mostrará a otros un camino posible, pero actualmente su dependencia del contaminante carbón sigue siendo absoluta. Al lado tenemos a India, otro monstruo que en breve superará a China en población, país de enormes desigualdades económicas y, en general, mucho peor nivel de vida que el chino. Pretender que el subcontinente indio sea capaz de frenar su cada vez mayor ritmo de emisiones con decenas, cientos de millones de ciudadanos que viven en umbrales de pobreza de los que desea huir es una quimera, y por ello el anuncio que ha realizado el dirigente de esa nación, el nacionalista Modi, de que alcanzará la neutralidad climática en 2070 (ojalá estemos entonces por aquí) ha sonado a cachondeo para muchos, pero refleja un problema real de fondo.

Como siempre, para un rico la vida es más fácil que para un pobre, y el listón a saltar se ajusta mucho más a las capacidades económicas que a la realidad de los retos. Lo vemos con la vacunación del coronavirus, donde en naciones como la nuestra ponemos dosis de refuerzo a los mayores mientras que en medio plante aún no saben si tendrán algunas dosis. Medir el esfuerzo global de reducción de emisiones desde las opulentas sociedades occidentales resulta, cuando menos, hipócrita, y es un ejercicio destinado a la frustración. Así no vamos a conseguir mucha cosa, entre otras cosas porque, también, cada vez pesamos menos en el mundo. Y no lo queremos ni ver ni menos admitir. A ver si mañana puedo hablarles de ricos y pobres en los barrios de nuestras ciudades.

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