Se cumplen estos días el primer aniversario de la victoria electoral de Biden en las elecciones presidenciales de EEUU. Su llegada tranquilizó el patio político local de aquella nación y, no nos engañemos, el mundo entero, tras los continuos exabruptos de Trump, pero lo que se vio como una presidencia transformadora, y que arrancó con sorprendente energía en sus primeros meses, va camino de ser un tiempo de desencanto, impotencia y frustración para propios y extraños, tanto por la creciente incapacidad de Biden para llevar a cabo sus políticas como por la sensación de que, aunque han cambiado las formas, algo delo que era Trump sigue en pie en la gestión de aquella nación. Y las divisiones internas, que Biden debía salvar, se agrandan día a día.
Esta ha sido una muy mala semana, otra más, para Biden y su equipo. Dos eran las grandes citas marcadas en su agenda, y el balance de ambas ha sido muy malo. Llegaba el bueno de Joe con mal pie a la cumbre del clima tras ver como parte de las medidas propugnadas en su país por su administración eran rechazadas en las cámaras, tanto por los republicanos como por un sector de los demócratas que las consideraban insuficientes. Acudir a predicar tras no convencer a los tuyos no hace que la feligresía te vea como un referente. En todo caso era una cita amable, y tras el negacionismo de Trump, era una nueva reescenifiación de la vuelta de EEUU a los compromisos internacionales. Para desgracia del mandatario, lo que ha quedado de su paso por Glasgow es su imagen dormitante, y el despertar al que es forzado por parte de uno de sus asesores. Una escena que no es nada sorprendente en una persona que está muy cerca de los ochenta años, pero que evidencia que su fortaleza es menguante. La otra cita señalada, esta vez interna, eran las dos elecciones a gobernador previstas en los estados de Nueva Jersey y Virginia, ambos en manos de demócratas. El resultado final de NJ ha servido para revalidar el estado para los de Biden, pero por un margen de votos ridículo, apenas un manojo, lo que ha encendido muchas alarmas. Sin embargo, en Virginia, las cosas han ido bastante peor y los republicanos se han hecho con el gobierno del estado, en la figura de Glenn Youngkin, del cual apenas se que tiene un apellido bastante difícil de escribir. Esta derrota ha sido un gran palo para los demócratas, que controlaban el estado desde hace ya bastantes años y que en las presidenciales de 2020 volvieron a ratificar en el recuento de votos. Estas elecciones no son unas primarias, pero es inevitable observarlas como un termómetro sobre cómo se encuentra la política de aquel país, y no hace falta ser adivino para sacar conclusiones. Tras la euforia del año pasado, los demócratas se enfrentan a la pesadilla de un poder que detentan pero no logran controlar, de una gestión de gobierno que no avanza y un cúmulo de problemas que erosionan sus expectativas de voto. Allí también los contenedores están atascados, la crisis de suministros es real y los precios suben y suben, y castigan más a las clases medias y bajas, donde el partido debiera conseguir sacar votos. Las disputas internas entre moderados y radicales, apaciguadas tras el triunfo presidencial de hace un año se recrudecen día a día y minan a una presidencia que empieza a hacer aguas. Por el lado republicano, donde tampoco faltan los problemas, la victoria del candidato de apellido complicado es un regalo, una muestra de que, con o sin Trump, su base de votantes sigue siendo grande y fiel, y que la batalla por la presidencia del país, perdida hace un año, vuelve a ser un objetivo posible para el partido del elefante. Y elefante en la habitación, utilizando la famosa metáfora, es la posibilidad de que Trump se presente nuevamente en 2024, y victorias como las de esta semana refuerzan esa posibilidad en una formación en la que los moderados han visto como las bases y parte de las estructuras del partido se han convertido, simplificando, en una iglesia de trumpistas convencidos, dejando en la estacada a miembros de familias poderosas y republicanas de toda la vida que no estaban nada contentos con la imagen y formas del anterior presidente. El republicanismo es cada vez más trumpista, se acabe presentando el desquiciado de Donald como candidato o no.
¿Y ahora, qué? Falta un año para las elecciones de medio mandato, en las que se renueva la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. Con los datos en la mano ahora mismo los demócratas tienen un gravísimo riesgo de perder alguna de las dos cámaras y convertir el resto de la presidencia de Biden en un deprimente bloqueo. En este año que tiene por delante Joe y los suyos deben centrarse en hacer que la economía remonte, que el caos logístico se acabe, que los precios se moderen y que el bolsillo de los norteamericanos sea, más lleno, el que decida un voto a su favor. No tiene mucho tiempo y los retos son inmensos. El aspecto de su presidencia empieza a parecerse, peligrosamente, a una reedición de la de Carter de finales de los setenta, y eso sería un enorme fracaso. Y lo saben.
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