Como si de un anuncio se tratase, el coronavirus se acerca con la Navidad. Las tasas de incidencia suben en España, a una velocidad suave, y se sitúan en valores que siguen por debajo de cien, ni comparación con lo que se registra en los países de nuestro entorno, donde el centenar se rebasa de largo en Italia o Francia, y son varios cientos los que se contemplan en Alemania. Reino Unido y, especialmente, los países del este, juegan a otra liga en lo que hace a positivos y muestran valores disparados. En todas las naciones la mortalidad es menor que en anteriores olas y se correla bastante bien con la tasa de vacunación que se alcanza, y eso es dramáticamente cierto en las naciones del este, con muy bajas coberturas vacunales, y alta mortalidad.
Todos los países hemos hecho un alto esfuerzo para vacunar pero nos hemos enfrentado a un problema difícil de explicar, que es el de la resistencia de parte de la población a ser inoculada. Es algo que en España hemos pasado relativamente de largo, afortunadamente, pero que también existe entre nosotros. Prácticamente el 80% de la población tenemos la pauta completa, y dado que no se vacuna de doce años hacia abajo, y que ese grupo de población infantil supone en torno al 11% de la población total, tenemos a un 9% de la población el país que puede vacunarse pero que no lo ha hecho. Un porcentaje muy pequeño de esta cifra puede corresponder a personas que presentar alergias a los excipientes, que están sujetos a terapias médicas incompatibles y cosas por el estilo, pero es obvio que la mayor parte de este grupo de personas, unos cuatro millones, no se han vacunado porque no han querido. ¿Causas? Habrá de todo, supongo, desde inconsciencia de algunos a sensación de que la cosa ha remitido y el peligro no va con ellos de otros hasta el negacionismo, que también existe aquí. Ese grupo de personas, todos esos millones, son suficientes para que si el virus les golpea generen casuística, sintomatología y problemas sanitarios, y también fallecimientos, que serían evitables con una muy alta probabilidad si estuvieran vacunados. Si estos son los datos nuestros, el escenario es bastante peor en todos los demás países de la UE, a excepción de Portugal, que lo ha hecho aún mejor que nosotros, y sí, de Malta, pero es un país pequeñito en lo que todo puede hacerse de una manera mucho más sencilla. El grado de negacionismo que se registra en países como Francia o Alemania resulta sorprendente, tanto por su volumen como por su combatividad, a prueba de evidencias y de la tozuda realidad. Y mucho peor es la situación en las naciones del este europeo, donde la actual ola de contagio se traduce en una mortalidad muy elevada. Ante este panorama vuelve a cundir el desánimo y la tendencia de los gobernantes a reimponer restricciones que fueron habituales en las olas pasadas. Creo que es un error, al menos en las naciones en las que la vacunación sí es masiva. Los pinchazos han cambiado la situación de la enfermedad y la evolución de la misma, hemos pasado a otra pantalla, usando la manida metáfora del videojuego. Incidencias medias o altas son esperables en una población inoculada con un suero que protege de los síntomas yd e la enfermedad grave, pero que no es esterilizante y, a pesar de que lo reduce, no corta las cadenas de transmisión. La pauta completa en tasas del 80% o el entono no nos lleva a la inmunidad de grupo dada la capacidad de contagio de la variante Delta, pero sí permite que la hospitalización corriente, la urgencia y la morgue no presenten unos datos como los pasados. En España ya lo hemos vivido en la pasada ola, la juvenil de verano, en la que la mortalidad efectiva fue ente ocho y diez veces menos que la registrada en la ola navideña. ¿A qué se debe esa mejora? A un solo factor, las vacunas. Ellas permiten que, aunque los casos proliferen, su efecto sea mucho menor, y si conseguimos que los contagiados no lo pasen mal y no tengan que ser ingresados ni fallezcan, ¿no hemos ganado a la enfermedad? Pues sí, y eso con una primera generación de vacunas y en un tiempo record.
Por tanto, en naciones como la nuestra, la reimposición de medidas de aforo y demás, como algunos están planteando, son contraproducentes y no van a servir de nada. Es más, puede que sean incumplidas de manera masiva por una población que ya no cree en ellas. Lo que hay que hacer es explotar el certificado vacunal que tenemos los inoculados. Pedirlo por doquier en locales públicos, restaurantes, centros de ocio, transportes colectivos, donde sea, y hacer así la vida imposible a los no vacunados. El certificado debe ser la llave para realizar la vida normal, y el no vacunado debe ver su libertad restringida porque, pudiendo inmunizarse, ha escogido no hacerlo. Es sencillo.
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