No, no, no he enfermado y me he aficionado al deporte en este fin de semana. El tenis me parece, como el resto de disciplinas, algo bastante aburrido: A los cinco minutos de ver a unos señores pegándole con la raqueta a una pelota empiezo a verlo todo igual, y desconecto. Lo único que me produce asombro es esa extraña forma de contar los tantos, obtusa, incomprensible, digna de ser el resultado de una comisión ministerial destinada a simplificar algo, y que parió semejante lío de números y elementos. No veo heroicidad en la pista mientras dos personas se desloman lanzando raquetazos, sólo cansancio físico y un derroche de energía en algo que no sirve para nada. Entretiene, dirán casi todos ustedes, y ese es su valor, pero no le veo otro.
Debo ser de los muy pocos que viven al margen del deporte en estos tiempos, donde los que a ello se dedican de manera profesional han sido elevados a un pedestal en el que el heroísmo antes citado se queda corto, alcanzando absurdas cotas de endiosamiento. Y en general, el nivel intelectual y humano de las personas que llegan a esos niveles corresponde a la media de la sociedad en la que vivimos, cuando no es directamente el resultado de una selección adversa en la que lo más cafre se ve unido en torno a una pelota, a veces más grande y otras más pequeña. Por eso, en medio de ese erial de vanidades, desplantes y orgullos infinitos, alentado por la masa que los adora y les proporciona la fama, que lleva dinero sin fin, me cae bien Rafael Nadal, el tenista. Principalmente porque me parece un tipo normal. Cuando habla ante la prensa, obligado como otros para aumentar el circo mediático que rodea a su disciplina, no dice tonterías, ni insulta a nadie, ni se mete con nadie, ni chulea. Ya sólo por eso merece algo de atención, pero es que, además, y sobre todo, Nadal ha dicho más de una vez que lo que hace es jugar, entretenerse, divertirse, y que eso que hace no es importante. Es muy consciente de que la sociedad usa a los deportistas como símbolos en los que depositar cosas trascendentes, como la patria, el orgullo, el éxito y otras por el estilo, y eso otorga a esos gladiadores de nuestro tiempo un poder enorme, que la inmensa mayoría desperdician en actos llenos de orgullo y vanidad. La rivalidad que surge entre ellos alienta el espectáculo y los que a cada uno jalean cierran los ojos ante las indignidades que los suyos realizan sin cesar para alcanzar el añorado triunfo (y sobre todo, los millones de euros a él asociados). Siendo una especie de carísimos bufones cuya función es entretener a los demás el deportista, elevado a los altares, se comporta en demasiadas ocasiones como si las normas no fueran con él, como si la sociedad y todo lo que en ella hay estuviera para rendirle pleitesía. Día tras día vemos escándalos en el deporte en el que el comportamiento de sus figuras no es que deje de desear, sino que sería públicamente reprochado en caso de que lo llevasen a cabo personalidades de otras profesiones. Drogarse, defraudar a hacienda, engañar a un contrario, intimidar con violencia, son cosas que se ven con una frecuencia enorme en estadios de fútbol y otro tipo de recintos deportivos, y los “aficionados” no sólo perdonan estos hechos como si no hubieran tenido lugar, sino que los jalean, los ríen, los aplauden con deleite, porque los “suyos” tienen siempre la razón hagan lo que hagan. Por eso, en ese panorama lleno de fango y vacío, alguien como Nadal destaca por encima de todo. Sobrio cuando habla, apela al esfuerzo que le ha servido para llegar desde Manacor al olimpo de su especialidad, con años de trabajo incesante, a lo largo de los cuales no ha insultado, no ha hecho trampas, no ha chuleado ni se ha convertido en un creído de sí mismo. Su afición ha coincidido con el gusto de muchos y eso le ha permitido enriquecerse y llevar una vida privilegiada, pero no hace ostentación de ello y sigue pensando que lo que hace no es importante, o que al menos no es lo importante que tantos hacen creer que es. En un mundo de ególatras y en una sociedad en la que el yo domina desde el primer selfie, Nadal es una muestra de cómo actuar con cabeza, sentido común y responsabilidad. Y eso es lo que vale de él, no sus victorias.
Ayer, tras granar en Australia, Nadal se ha convertido en el mejor jugador de tenis de la historia, y nadie sabe mejor que Rafa lo que le ha costado llegar hasta ahí y lo poco que eso significa, porque otro vendrá, antes o después que lo supere, y a ese le sucederá otro, y así hasta que ese deporte decaiga, como lo hicieron otras disciplinas en el pasado. Sabe Nadal qué es lo que realmente merece la pena de la vida. La alegría que se llevó ayer es enorme, pero a sabiendas de que, cuando el fulgor del éxito pase, y ya no sea más que un extenista, lo realmente valioso seguirá con él, y junto a él. Ese es el gran ejemplo que nos da su figura. Que gane partidos, campeonatos o torneos es algo que, la verdad, a mi no me dice casi nada.