Aunque el gobierno se haya puesto pesado en esa nueva campaña de propaganda, no, no, ómicron no es la gripe. Puede ser la vía para que el coronavirus acabe siendo algo similar, una endemia no estacional con afectación leve y sin generación de colapsos, pero aún queda bastante para que eso se produzca. Si fuera así, sería el final efectivo de la pandemia tal y como la hemos conocido, derrotada por la selección natural que ha favorecido a un virus más transmisible y algo más leve y la resistencia al mismo creada por las vacunas que se han inoculado a la población, pero desde luego queda tiempo para saber si ese es el escenario futuro. Ojalá.
Lo que si tenemos hoy en día es una realidad complicada, con una ola que se está mostrando muy difícil de gestionar, no tanto por su incidencia hospitalaria y de UCIs, donde los datos, pese a ser elevados, son comparables a olas pasadas, y desde luego alejados de lo que vivimos, sin ir más lejos, tras las navidades de 2020, con picos de ocupación en planta y urgencias que duplican a los que ahora tenemos, y con una mortalidad mucho más alta. Pero, si se fijan, cada ola que hemos vivido ha golpeado a una estructura distinta, y esta es, sin duda, la que ha arrasado a la atención primaria, ya maltratada con saña por las olas anteriores, pero que en este caso se está mostrando como la auténtica damnificada de la pesadilla que estamos viviendo. Los centros de salud, repartidos a lo largo de todo el país, abandonados por las administraciones que debieran velar por su estabilidad y vigor, malviven, mejor dicho, agonizan, en medio de una ola de casos, bajas y trámites burocráticos que los tienen ahogados. Da igual a la Comunidad Autónoma a la que uno vaya, importa poco el color político del grupo de necios que se encarga de la gestión de la sanidad en ella, en todos los casos observamos lo mismo. Plantillas desbordadas desde hace mucho, sometidas a una presión intolerable y frustradas por lo que viven en el día a día; falta de recursos materiales; ausencia de reemplazo no ya de las bajas que se están produciendo ahora mismo, no, sino de las plazas que, en muchos casos, no se han cubierto desde hace años, con un grado de interinidad insoportable; sobrecarga de pacientes para cada uno de los titulares disponibles en las consultas; imposibilidad de una mínima atención personalizada; etc etc Se podía estar horas escribiendo sobre el desastre que se vive en esos centros de salud, fundamentales para garantizar un nivel sanitario mínimo en la población y que, de cumplir con su labor, descargarían notablemente a los hospitales y servicios de urgencias de pacientes que no encuentran una atención inmediata a problemas que, muchas veces, no son lo graves que ellos creen. A este desastre se suma en esta ola el caos en el sistema de bajas laborales, porque a esos centros les ha caído también la labor de realizar miles, cientos de miles de partes de bajas, trabajo administrativo sin fin que se suma a todo el sanitario que ya les desborda. El resultado es el caos absoluto, la imposibilidad de realizar ni las labores médicas ni las burocráticas, colas sin fin de pacientes que esperan a que alguien, agobiado y al borde del colapso, les haga un mínimo de caso, y la frustración de todos los que por allí se encuentran. La necedad de los gestores políticos de las Comunidades Autónomas y el Gobierno Central descubrió hace tiempo que puede ahorrarse dinero y esfuerzo en atención primaria tirando meramente de la voluntariedad de los trabajadores que allí se encuentran, sin importarle lo más mínimo su propia salud o el deterioro del servicio prestado. “Nos sale gratis explotar a estos ingenuos y, si se quejan, que se fastidien” han debido pensar en las sedes, bien regadas de medios, de las consejerías de sanidad. Si uno pasa uno de estos días por uno de esos centros de atención primaria podrá observar, con sus propios ojos, el absoluto fracaso de la gestión que se ha producido en España en la pandemia, que ha revelado problemas que venían de antes, sí, pero que ahora es el reflejo del desastre. Un desastre colectivo.
Se han producido, incluso, escenas de violencia por parte de pacientes que, frustrados por no ser atendidos, han descargado su ira ante los que trabajan en esos centros de salud cuando, al final de un día agotador, han terminado su horario de atención. El colmo del fracaso, pacientes indignados con aquellos que no pueden atenderles, que no dan más de sí, y no con los responsables de infradotar al servicio público que no puede hacer su trabajo de una manera mínimamente presentable. Que se pasen por esos centros algunos de los fabricantes de eslóganes publicitarios de Moncloa y otras sedes gubernamentales y, si tienen algo de vergüenza, que lo dudo, que al menos se limiten a mirar. Desde luego, que no se les ocurra abrir la boca para decir que es ómicron y que no.
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