Curiosamente, o no, sigue de moda el recuperar los ochenta como época de recuerdo preferida y elevarla a los altares de lo que era lo mejor en todos los sentidos. Creo que esto se debe a que los que nacimos a principios de los setenta y vivimos ahí la adolescencia empezamos a ser los que ganamos los sueldos más altos y ocupamos el control de empresas (ninguno de ellos es mi caso, ay) y, en general, la sociedad, tras el relevo de las generaciones precedentes, y claro, los ochenta fueron nuestra adolescencia. Cuando decaigamos ya verán como los noventa son lo mejor de lo mejor. Sí es cierto que dos cosas eran mejores entonces que ahora; la música y nuestra juventud, pero el resto, nada de nada.
En 1980 empieza la guerra de Irán e Irak y, casi, la invasión rusa de Afganistán, motivo por el que occidente boicotea los juegos olímpicos de Moscú de ese año. Los chinos siguen siendo muy pobres. La guerra fría entra en su cuarta década y la tensión entre las alemanias y los berlines se mantiene en todo su esplendor. El conflicto nuclear, la guerra absoluta, sigue siendo un pensamiento omnipresente que domina la esfera internacional. El volumen de los arsenales nucleares acumulados y la capacidad de los cohetes para hacerlos colar a cualquier parte del mundo desde las dos superpotencias es aplastante, y donde no hay acuerdo en los medios es en el número de cientos o miles de veces que superan la capacidad para destruir a la humanidad por completo. Hay un género de libros y películas centrado en el apocalipsis atómico, y el tema existe si uno rastrea cualquier aspecto de la actualidad internacional, no tanto la española, que empieza a desperezarse de un pasado gris y dictatorial, y sigue ajena, como hoy en día, a lo que pasa fuera de sus fronteras. La iconografía ochentera sigue muy centrada en la movida, el pop y el lado hedonista de la vida, pero fue una época de reconversiones industriales crudas, de explosión del consumo de drogas que arrasó familias y localidades, y de cumbres entre EEUU y la URSS en las que se palpaba el riesgo en todo momento. Los kremlinólogos eran un subgrupo de expertos que ocupaban plaza fija en las tertulias de los medios, formato que despuntaba y que todavía no producía vergüenza, y su misión era analizar las imágenes de los gerifaltes que se reunían en la plaza roja de Moscú en cualquiera de los actos propagandísticos que se celebraban allí, para tratar de desentrañar cuáles serían sus intenciones. La dictadura soviética era muy buena a la hora de bloquear la información, en ambos sentidos, y en esa época ni se soñaba con algo parecido a internet, por lo que las imágenes eran opacas. Unos viejos con cara de mala leche enfundados en gruesos abrigos y gorros eran escrutados por expertos que, en función de un gesto de su rostro o de la posición que ocupaban entre todos ellos dilucidaban si alguien había caído en desgracia o era una figura ascendente, o si el régimen estaba virando hacia un lado u otro. Era como asistir a una charla de análisis técnico bursátil, en la que el presunto gurú ve cosas que uno no sería capaz de imaginar, y nunca queda claro si son ciertas o no. Las dos superpotencias se miraban con cara de odio, pero mantenían un pacto tácito de no sobrecargar la tensión hasta límites insoportables. Cuando los odios se acumulaban, escogían un tercer país y allí si se peleaban, en guerras interpuestas, golpes, asonadas y guerrillas que devastaron gran parte de Latinoamérica y Asia, convertidas en patios traseros de una rivalidad inacabable en la que la población de esas naciones era convertida en peones sacrificables en aras de intereses supremos. El reguero de pequeñas guerras de enorme crueldad era incesante, y en ninguna combatían los dos imperios, pero en todas apoyaban a uno de los bandos, que trataba de exterminar al otro. Juego sucio por doquier con el mundo como tablero.
Contemplar ahora el conflicto de Ucrania y su tensión asociada es como volver realmente a esa década ochentera, porque lo de la movida madrileña no es algo que se diera en París o Bratislava, por poner dos lugares, pero en ambas ciudades, y en el resto del mundo, se tenía claro quién mandaba en su entorno y donde estaban los misiles que a sus cabezas apuntaban. Era una época peligrosa y desagradable, y hubo suerte, mucha, muchísima, de que no pasase ninguna desgracia inevitable que nos llevase al desastre total. Como en esos años, y los anteriores, no se dio el desastre, contemplamos esa era con nostalgia y olvidando ese miedo permanente. Piense hoy en Ucrania, y sentirá un recóndito temor de que algo muy malo es posible que suceda, improbable, pero posible. Bienvenido a los tensos y sucios años ochenta.
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