Ayer el simpático Vladimiro volvió a lanzar uno de sus órdagos a los vecinos europeos, amenazando con cortar el suministro de gas si, finalmente, no se abonaba el importe en rublos. Alemania y otras naciones ya dijeron hace unos días que se negaban a ello, porque sería una ruptura de los contratos ya firmados. Putin busca con esto fortalecer a su moneda, bastante devaluada, y obtener de paso rublos nuevos con los que pagar tanto el coste de la guerra como las dádivas que pueda ofrecer a una sociedad civil en la que las sanciones económicas empezarán, sin duda, a hacer mella. De momento, por una argucia, Europa no pagará en rublos.
Lo más interesante del movimiento de Putin de ayer es que vuelve a poner el foco en el punto en el que se sujetan las relaciones entre el kremlin y nosotros, que es el suministro energético. Ambos estamos atados por ese interés estratégico y el enorme negocio que supone. Europa necesita ese gas para calentar a sus ciudadanos y alimentar su industria, y a cambio paga a Rusia unas cifras que suponen varios cientos de millones de euros al día. Rusia exporta ese gas a la UE, el que es su mayor socio comercial, o cliente si quieren verlo de otra manera, y obtiene a cambio un enorme flujo de divisas de valor internacional, que le permiten financiar su economía y comprar en los mercados lo que desee, además de servir de fuente directa de enriquecimiento a los llamados oligarcas, mafiosos que rodean al régimen. El cruce de intereses es impresionante, y ambos nos tenemos cogidos por nuestras respectivas partes, en una imagen gráfica que representa la situación que, a lo largo de los años, se ha ido consolidando. Esta necesidad mutua es la que ha sido esgrimida por no pocos analistas como principal garantía de que no habría un conflicto entre Rusia y la UE. Los daños serían tan intensos que el interés en llevarse bien prevalecería. De hecho, parte de las grandes inversiones energéticas hechas en el este europeo, con los gaseoductos NordStream como emblema, aumentaban el grado de dependencia mutuo de esta relación y por ello, en teoría, se minimizaban las opciones del temido enfrentamiento. Esta teoría tenía una falla, que pocos destacaban, que es que el argumento era tan racional que una visión sectaria, irracional de la vida podría desbaratarlo, y en ese caso, los daños mutuos serían inmensos. Lo que ha sucedido desde que empezó 2022 y, especialmente, desde el 24 de febrero, ha supuesto la ruina de todo el argumento estratégico de la dependencia mutua como garantía de seguridad, y ahora todo el mundo contempla con horror no sólo que el suministro energético de la UE se encuentra gravemente amenazado, sino que el juego de intereses económicos puede no ser suficiente para mantener la seguridad, y eso no sólo afecta a los europeos, sino que puede ser algo que se repita a lo largo del mundo. La globalización económica ha estrechado lazos entre todas las naciones, cruzado intereses y llenado de idas y vueltas contratos, recursos y dinero, creando una tupida red que protege a todos y que, como antes señalaba la teoría, eleva tanto los costes de una ruptura que no hay alicientes para ello. Esa red económica como seguro antiguerra ya sufrió una fractura en el pasado, a principios del siglo XX, cuando colapsó por el inicio de la Primera Guerra Mundial, pero la enorme intensidad de los intercambios que se viven en la era presente ha hecho a muchos suponer que aquel desastre, fruto de visiones equivocadas de las nacionalistas sociedades europeas, no iba a volver a repetirse. Para los optimistas de la historia, esta visión ha durado varias décadas y ha supuesto una enorme prosperidad en todo el mundo, dándonos oportunidades económicas, sociales y culturales apenas imaginadas. Y eso ha sido cierto. El problema es que la guerra de Ucrania supone un contraejemplo muy serio a esta doctrina de pensamiento.
Ya la pandemia originó, por motivos muy distintos, un resquemor a la dependencia global de los suministros, que funciona como un reloj cuando está bien engrasada y las pilas cargadas, pero que ante desajustes serios puede convertirse en una ratonera. Las voces para garantizar “autonomías estratégicas” por parte de los distintos bloques económicos se pueden llegar a traducir no sólo en ineficiencias futuras, fruto de la redundancia de cadenas productivas sino, sobre todo, rupturas de lazos que hagan que los necesarios socios se conviertan en peligrosos rivales, y si eso crece, las tentaciones de enfrentamiento lo harán. En occidente ya muy pocos se fiarán de Rusia, sean cuales sean sus recursos y el precio. Y eso hará que todos, todos, perdamos.
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