Lo mejor que se puede decir de esta Semana Santa de 2022 es que es normal, queriendo referirnos con esa expresión que la vivimos como si la pandemia hubiera terminado. Viajes por doquier, aglomeraciones, procesiones, ritos, ocio… las escenas son perfectamente comparables a las de 2019 y años anteriores, y los datos que se están recogiendo se pueden medir con respecto a ese último año de normalidad. Una vacunación masiva con una fórmula muy exitosa, juntada con el placer hedonista y el ejercicio de la libertad individual que caracteriza a occidente nos ha llevado a la convivencia con el virus con una baja tasa de virulencia. Esto era ganar a la pandemia.
Pero no en todas partes las cosas son así. Curiosamente, en China, donde todo esto empezó, la situación es ahora mismo bastante tensa, y descontrolada por momentos. Desde el principio allí se adoptó la llamada política de Covid cero, cortando de raíz todo contagio detectado para evitar su transmisión mediante el aislamiento riguroso de los infectados y los barrios y localidades en las que estuviera el foco. Y allí riguroso es riguroso. Dada la contagiosidad de las variantes iniciales del covid y la mano muy dura con la que el gobierno chino gestiona los problemas la solución adoptada desde Beijing dio sus frutos, y para el verano del 2020, cuando en Europa asistíamos a la bajada de la que entonces sería conocida como la primera ola, y contábamos los miles de muertos que nos había dejado, China exhibía unas cifras de Covid que eran tan absurdamente bajas como envidiables. Poco más de tres mil muertos en un país de más de mil millones de habitantes eran, seamos sinceros, nada. Ninguno nos creímos nunca las cifras oficiales que proclamaba el gobierno chino, pero era evidente que, pese a ello, las dimensiones de la tragedia allí parecían ser bastante menores, y los corresponsales que nos contaban su vida en las megalópolis chinas hablaban de un sistema de rastreo digital de una precisión asombrosa, rozando lo paranoico, y la sensación de que la enfermedad ya quedaba atrás. Con el tiempo en occidente vivimos nuevas olas, más o menos dañinas, que dejaron más miles de muertos y daños de todo tipo en la economía y sociedad, y sólo la aparición de las vacunas permitió dotar de horizonte final a la pesadilla vírica. China seguía con su cierre de fronteras y, de vez en cuando, encontraba algún caso esporádico, que no se transformaba en brote. El mensaje que se trasladaba era obvio. La gestión centralizada y autoritaria del gobierno chino ha sido la más eficaz para contener la enfermedad y es muy superior al desmadre de occidente, mucho más afectado. Y fríamente, mirando los números, era un argumento muy difícil de cuestionar. China empezó a vacunar más o menos a la vez que Europa, con un compuesto de diseño propio, menos efectivo que las cuatro maravillas que llegaron a los mercados occidentales, y la cosa parecía ir encarrilada en todo el mundo a lo largo de 2021 hasta que apareció Ómicron y el juego cambió. Mucho más contagiosa pero menos letal, esa variante era imposible de contener mediante los cierres ensayados ante subespecies anteriores, dada la enorme capacidad de contagio que tenía. Simplemente era imparable, y afortunadamente pilló a la población occidental con una alta tasa de inmunidad natural, fruto de las olas anteriores, y crecientes niveles de vacunación, por lo que, pese a los graves perjuicios causados, incluyendo miles de muertes y unas frustradas navidades de 2021, el paso de ómicron fue mucho menos dañino de lo que hubiera podido ser. Pero en China las cosas son diferentes. Allí la inmunidad natural fruto de olas pasadas es prácticamente inexistente dado los casi nulos niveles de contagio habidos en el pasado, su tasa de vacunación no es tan alta como la nuestra y la efectividad de su vacuna es bastante menor que nuestras cuatro fantásticas, por lo que la variante se encuentra en un territorio casi virgen para expandirse, y es casi imposible ponerle freno.
Consecuencia, Shanghái se ha convertido en un nuevo experimento distópico oriental, sometida a un cierre carcelario, que no es capaz de evitar miles de contagios diarios, y que está mostrando la resistencia de la población a ser confinada, con enfrentamientos múltiples entre ciudadanos y autoridades sanitarios, que son más violentas en muchos casos que el propio virus. El puerto de la ciudad está cerrado y el embrollo logístico global que se produjo en el pasado comienza a repetirse a medida que las cadenas de suministros colapsan por la falta de productos chinos. El país vive sus mayores niveles de contagio conocidos y la situación social se tensa, frente a un estado que apareció como triunfante al principio pero que, ahora, no puede mantener su estrategia cero durante mucho tiempo, a riesgo de estallidos sociales. Da mucho que pensar.
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