Lo más curioso de la noticia referida a la relajación del uso de mascarillas en interiores es que, si hace un año nos dicen que conocerla iba a ser algo que se situaría en la franja media de las cabeceras de prensa, no nos lo creeríamos. Por entonces la posibilidad de retirarla a cubierto se antojaba tan lejana e impactante que nada podría hacerle sombra. Luego vino el capullo de Vladimiro y sus tanques achatarrados y nos pegó un porrazo a todos que nos tiene temblando. Y eso, junto a la vacunación, ha hecho que la pandemia pase poco a poco al lugar de los eventos superados, lo que es una excelente noticia.
Veía yo ya octubre o noviembre como el final de las restricciones pandémicas, porque la incidencia estaba derrumbada y la vacunación, lo único que hemos hecho bien en España en todo este asunto, estaba dando unos frutos excelentes, pero ahí apareció la variante Ómicron y lo desbarató todo. Lo que parecía que iba a ser la Navidad de la vuelta a la normalidad, de las reuniones perdidas y los reencuentros, tras la frustrada festividad de 2020, se convirtió en otro ejemplo de gatillazo social que aumentó más y más la frustración colectiva. Volvieron las mascarillas por doquier, los test de antígenos a precios de gasolina y el cierre del ocio, y se frustró la vuelta a lo conocido. La capacidad de contagio de Ómicron desbordaba lo conocido y, a pesar de tener menor letalidad, sus efectos fueron muy significativos en todos los ámbitos de la vida. La maldita pandemia se resistía a ser vencida, y eso no dejaba de incrementar el hartazgo social tras casi dos años de pesadilla vírica. La caída de contagios de la ola omicrona, si se me permite el palabro, pareció, esta vez sí, representar el principio del fin, y el gobierno empezó por derogar la obligatoriedad de las mascarillas en exteriores, medida totalmente inútil que fue impuesta al calor de la subida de contagios como el típico caso de “algo hay que hacer” aunque sea inútil, pero que parezca que algo se hace. Las curvas de contagios descienden casi sin pausa desde entonces hasta que Sanidad, hace no muchas semanas, decide cambiar el protocolo de contabilidad de los casos y la forma en la que muestra los datos, y hace que esa serie ya no sea comparable con el pasado, rompiéndola. Los datos más fiables que nos quedan para ver cómo van las cosas son los referidos a la hospitalización y las UCIs, y ahí, donde no se ha producido una alteración de la forma de contar, las series siguen bajando, y se acercan al mínimo que se registró antes de la irrupción de Ómicron, por lo que se puede afirmar que la pandemia sigue en retroceso en España. Por ello era cuestión de tiempo que se abordase la decisión, ya tomada en otras naciones de nuestro entorno, de eliminar la obligatoriedad de las mascarillas en interiores. Países como Reino Unido o Bélgica han suprimido no sólo eso, sino cualquier otro tipo de medida restrictiva, habiendo vuelto ya a la normalidad que reinaba antes del Covid, y los datos que muestran, siendo difícil ser categóricos por la inconsistencia de las series de positivos, no reflejan aumentos en la mortalidad. La enfermedad ahí sigue contenida, gripalizada, usando otro de esos términos que no es muy correcto pero que se entiende perfectamente. La decisión que se va a adoptar en España a la vuelta de Semana Santa se acerca al final completo de la mascarilla, pero no del todo. La mantiene en entornos concretos, como el transporte público, centros sanitarios, residencias y, en general, entornos donde haya personas vulnerables, pero la norma general hará que decaiga en espacios cerrados. Las empresas tendrán que evaluar sus características de distancias, personal, presencia de vulnerables y otros factores para determinar si levantan la obligación de uso en sus instalaciones, pero la sensación general será que la mascarilla se va, y sólo permanece en esos pocos espacios donde se dan aglomeraciones bajo techo, especialmente el transporte público. Volveremos a vernos las caras del todo, ya lo siento por los guapos, que otra vez verán el rostro de los feúchos como yo en su plena dimensión.
La verdad es que la mascarilla, y el resto de restricciones anticovid, sólo han sido vencidas por un único factor; las vacunas. La altísima tasa de vacunación alcanzada y la efectividad de las mismas han sido las herramientas decisivas, definitivas, para que se ha ya podido lograr vencer a la enfermedad. El éxito ante el virus era imposible siguiendo las pautas de restricción conocidas tras meses de agotamiento social y ante una variante tan contagiosa como Ómicron. Las cuatro vacunas que hemos tenido a nuestra disposición han sido las vencedoras, el fruto que la ciencia nos ha proporcionado para, en tiempo récord en términos históricos, acabar con esta pesadilla y minimizar el coste humano, inmenso en todo caso. El pinchazo ha ganado a todo lo demás.
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