Ya con la explosión de la pandemia en 2020 vivimos el surgimiento de lo que, acertadamente, se denominó negacionismo, una corriente de opinión que rechazaba admitir la realidad de la enfermedad, que decía que el virus no existía y que todo era un montaje. Con la aparición de las benditas vacunas los que defendían ese discurso pasaron en masa al grupo de presión antivacunas, denunciando los nefastos efectos de unas inyecciones que eran mucho peores que cualquier virus. No pocos de ellos han muerto por no ponerse la vacuna, pero la gran parte se han salvado porque, o se la han puesto ellos, o el resto nos hemos inoculado y les protegemos. Pero ahí siguen, en sus irracionales trece
Ante el horror causado por el ejército ruso en el norte de Kieve, descubierto como sucede habitualmente cuando el que ha generado el mal debe huir del lugar del crimen, también han surgido voces negacionistas, que acusan a los que han visto las matanzas de estar al servicio de intereses oscuros, occidentales, que para ellos es lo mismo que el infierno. Quienes claman desde esas cavernas son puros, no tienen intereses ni ideología ni nada, son ellos los únicos portadores de la verdad en medio de la desinformación sembrada por los ucranianos y el resto de pérfidos actores que les apoyan. Sería para reírse sino fuera por lo infame que resulta. Desde antes de esta guerra hay un aguerrido bando pro ruso en nuestras sociedades, bando no mayoritario, pero sí combativo, apoyado moral y, seguro, financieramente desde Moscú, que defendía la posición soberana de Rusia en parte del territorio ucraniano. Una mezcla mal entendida de historia, argumentos, ideología y poder envuelta en un discurso de intereses propios que no tenía mucho sentido, pero en sociedades libres como la nuestra podía expresarse y ser rebatid o compartida. Tras el inicio de los combates, cuya existencia fue negada como posibilidad por el agresor y sus palmeros hasta minutos antes del primer bombardeo, las cosas han cambiado, y los pro rusos se han encontrado con una dura realidad de destrucción y muerte causada por los “suyos” llamémoslos así, y también con un previsible corte de las fuentes de financiación que alimentaban sus discursos y forma de vida. Algunos han optado por callarse y esperar a que pase el temporal, a ver si pasan desapercibidos, otros, que empezaron con ganas enarbolando un hipócrita discurso pacifista van plegando velas y reduciendo sus exposiciones, viendo poco a poco a quiénes servían, o constatando que la sociedad pasa de ellos y los condena a la irrelevancia, cuando no al merecido desprecio. Pero sigue habiendo no pocos que, especialmente activos en redes sociales, mantienen un discurso claramente de apoyo a las tesis del Kremlin. No se ruborizan en lo más mínimo en desacreditar, desde el sofá de su casa, las traumáticas experiencias de los periodistas que, sobre el terreno, apenas son capaces de digerir el horror que ven. Esos periodistas están comprados, según sus enfermas mentes, son lacayos al servicio del odiado occidente, que tan bien les permite vivir, y los testimonios de los supervivientes no son sino montajes que buscan desacreditar el trabajo de liberación del yugo nazi que Rusia está haciendo, con gran sacrificio, en la hostil Ucrania. Sí, hay que estar muy enfermo para pensar así, pero sobre todo hay que ser muy mal nacido para mantener ese discurso ante una realidad tan obscenamente cruel. ¿Qué diferencia a estos sujetos de los que, antes y ahora, negaban la existencia de los campos de exterminio nazi? Principalmente su deseo de que esos lugares de horror no se hubieran quedado a medio camino, que culminasen la labor para la que fueron creados, y los indignos de existir, según su visión obscena de la vida, hubieran sido eliminados del todo en ellos. La pureza que de ahí surgiría sería limpia, incólume. Quien niega la existencia de una matanza es porque deseaba que se produjera, pero no que fuera públicamente conocida. Es así de cruel y sencillo, antes y ahora.
En el grupo de los negacionistas del horror tenemos a mucha gente a sueldo de los rusos, pero no pocos convencidos, que se dicen progresistas de izquierdas, junto a extremistas de derechas, evangélicos, cristianos integristas, seguidores de movimientos populistas de izquierdas y derechas y tontos útiles que, día tras día, demuestran que hay un pozo de mierda bastante profundo en el interior de muchas personas. Frente a ellos, además del desprecio y la ignorancia, poco se puede hacer. No atienden a razones, sólo a la negrura convicción que en ellos anida. Es más útil defenderse de su presencia, huir, alejarse de semejantes basuras de personas, que tratar de convencerlos. Si alguno está cerca de usted, despréciele hasta el extremo ignorándolo para siempre. Es lo mejor. Él, de tener autoridad, no haría lo mismo. Seamos conscientes de ello.
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