La retirada de las tropas rusas de los alrededores de Kiev ha dejado un paisaje de devastación absoluta. La destrucción en algunas de las localidades del extrarradio de la capital parece fruto de un fenómeno natural, con edificios arrancados y árboles que, los que se mantienen en pie, están completamente chamuscados. Pero lo peor es el reguero de muerte. Cientos y cientos de cadáveres de civiles aparecen por todas partes, dejados al aire libre, o se encuentran sepultados en improvisadas fosas comunes. La palabra genocidio exige estar ante hechos irrefutables, en su dimensión y e intencionalidad, por lo que aún no puede ser empleada, pero sí se ha llegado a un elevado grado de exterminio, que tardaremos en saber en su totalidad.
Y lo peor es que este horror no es sino la introducción a lo que el ejército ruso debe estar haciendo en el este del país, allí donde los combates se recrudecen y las ofensivas no hacen sino retumbar sin descanso. No es ya sólo la masacrada ciudad de Mariúpol, convertida en una de las mayores escombreras del mundo, donde la supervivencia es casi imposible y el número de víctimas se contará por decenas de miles. Jarkov, Donetsk, Lugansk, Kramatorsk, Dnipropetrov... son localidades que pasarán a los anales de la destrucción sea cual sea el desenlace final de las batallas que en ellas se libran. El ejército ruso ha concentrado sus efectivos en torno a ellas y va a actuar con la saña y fiereza que ha demostrado en el norte de Kiev, o que ya mostró al mundo en el asedio de Alepo, al que pocos hicieron caso, pero que dejó claro hasta donde es capaz de llegar esa milicia con tal de conseguir sus objetivos. La resistencia de las tropas ucranianas ha mostrado hasta el momento una fiereza y voluntad extraordinaria, pero sus combates han sido frente a incursiones no bien organizadas ni tan masivas como Rusia hubiera deseado. Si las tropas de Moscú logran arreglar sus enormes errores de logística y coordinación poco podrán resistir los ucranianos, a pesar de dotar con numeroso armamento anticarro suministrado desde occidente. Y eso en los frentes de batalla, porque el destino de la población civil que aún quede en esas localidades parece obvio. Su única alternativa es la huida ante la forma en la que los rusos tienen de “liberar” a los que conquistan, una liberación tan absoluta que lleva a perder la vida del todo. Escapar lo antes posible es la única alternativa segura, cruzar el Dniéper, el gran río que parte en dos la nación ucraniana y tratar de encontrar una primera vía de residencia en las localidades sitas al oeste de esa frontera de agua. Sea lo que sea lo que pase en las zonas de batalla, el objetivo ruso es convertirlas en invivibles, en lugares arrasados en los que volver sea una quimera, un objetivo imposible para los que alguna vez habitaron esas tierras. De hecho la propia economía de Ucrania en su conjunto se acerca poco a poco a un proceso de colapso, dado que su degradación es constante. La destrucción de infraestructuras de transporte y energía va camino de ser tan generalizada que el país no será capaz de proporcionar una forma de vida viable para los que en él se queden, incluso en las zonas en las que los combates son más esporádicos, como puedan ser la parte más occidental. No hay ciudad en la que los depósitos de combustible que la rodeen no hayan sido destruidos o en la que su aeropuerto se haya convertido en una pista repleta de cráteres. Los ferrocarriles siguen funcionando en gran parte del país, pero cada vez con mayores limitaciones y con un suministro energético, muy dependiente de centrales nucleares, que se mantiene dado que esas instalaciones no han sido atacadas, pero que empezará a fallar a medida que los daños en las redes de transporte del fluido eléctrico vayan cayendo por los combates. Ante una primavera ya presente y el futuro verano las opciones de sobrevivir de los ucranianos existen, dado que las temperaturas permitirán hacerlo a la intemperie, pero con la llegada del próximo invierno ¿qué protegerá a los supervivientes del frío helador?
Resulta insoportable comprobar el contraste entre el ocio desmedido asociado a la Semana Santa que se vive en nuestro país, de las vacaciones que casi todos nos tomamos en estos días, frente al enorme sufrimiento que se da en apenas unos pocos miles de kilómetros al este de nuestro continente. No van a llegar noticias buenas de Ucrania ni en estos días, presuntamente santos, ni en los siguientes, no hasta que el maldito Putin decida que la guerra se acaba. Y cada día decenas, cientos de personas morirán, y miles verán sus vidas rotas para siempre, y tendrán que huir si quieren salvar el pellejo, probablemente lo único que les quede. Eso sucede hoy mismo en Europa, como ya sucedió en el siglo XX. La máquina del horror sigue trabajando sin descanso.
Subo hoy a Elorrio y me cojo festivo el lunes de Pascua, así que si no pasa nada raro nos leeremos el martes 19. Descansen y cuídense
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