Se preveía por parte de los analistas una Semana Santa como las de antes, de mucho turismo nacional y reservas de alojamientos llenas, pero creo que incluso los augurios más desatados se han quedado cortos ante el éxodo absoluto que se ha vivido en estos días. A una especie de orden no escrita, con “tonto el último” como rúbrica, la salida de vacacionantes ha sido masiva, y se han llenado todas las carreteras hacia los destinos de procesión y costa. Las playas se han abarrotado como en los mejores tiempos del veraneo, y las escenas de arenales en los que no cabía nadie, que según algunos no se iban a volver a repetir, han sido la estampa general.
Como me he subido al pueblo, la sensación ha sido exactamente la inversa, o por decirlo de otra manera, la habitual en la Semana Santa de antes del Covid. Nadie, nadie, nadie. Desolación absoluta. Fácilmente más de la mitad de los que viven en mi pueblo se han ido de vacaciones y aquello estaba desierto. Tras dos Semanas Santas anómalas sin movilidad, volvió la estampida. En la del 2020,que no tuvo lugar, pilló el confinamiento, por lo que nadie se fue a ninguna parte, y yo la pasé en el piso madrileño. En la de 2021, algo más normalizada, existían cierres perimetrales en las CCAA, que algunos pudimos eludir de manera legal, pero se notaba que, en la inmensa mayoría de los casos, no había habido viajes de ningún tipo, y el pueblo ofrecía un aspecto inusualmente lleno para esas fechas. En esta de 2022 la sensación es que el Covid se ha terminado, y la desbandada así lo atestigua. También ha habido movimiento turístico hacia el pueblo, lo que dejaba estampas curiosas, en una plaza con las terrazas medio vacías en medio de un sol bastante llamativo y grupos de turistas que se paseaban por allí destacando sobremanera, de tal forma que en algunos momentos había más turistas que locales en las calles. No se la procedencia de esos visitantes, pero probablemente el nacional sea el origen de la mayoría de ellos. Algunos de los amigos que conozco que han viajado ya me han dicho que en los destinos en los que han pasado los días han visto llenazo, pero con menor presencia extranjera que en años pasados, y muchísimo más nacional, que ha compensado la bajada de los primeros. Había algunos factores que presagiaban nubes sobre la perspectiva turística de estos días, especialmente lo referido a los precios, tanto de los combustibles como de todo lo demás, y el freno que eso supondría en las decisiones de consumo. Pasar unos días de vacaciones fuera de casa no es barato, y con esta subida de precios mucho menos. Los enormes atascos vistos en las carreteras se traducen en combustible que se quema camino a ninguna parte y en euros, muchos euros, dado el precio al que cotiza el petróleo. Sin embargo, nada ha podido frenar un ansia de viaje, de salir, de volver a donde se iba que llevaba dos años frenada por el virus y las restricciones. De una manera oficiosa estos días festivos han sido la forma en la que la sociedad ha dado por terminado el tema de la pandemia, por superados los dos años de sombra y, con solete y chiringuito dado la bienvenida a la normalidad de antes, a la de verdad, que ni es vieja ni nueva, sino la que uno reconoce a la primera como propia. El deseo de volver a ella ha podido más que los precios y cualquier otro posible escollo.
Luego están las voces que, ante las imágenes de aglomeración, dicen que ya volverán los contagios y viven con el miedo. Son comprensibles, hemos pasado unos años muy duros que han dejado huella profunda, y es verdad que el virus no se ha ido y puede haber repunte de positivos, pero la altísima vacunación, su efectividad y la prevalencia de variantes menos virulentas ha cambiado el juego sanitario, y es muy probable que los hospitales no registren subidas significativas tras estos días de ocio. El covid estará ya siempre con nosotros, domesticado como otras tantas enfermedades, pero sin que suponga restricciones vitales. Y el desparrame de ocio de estos días es una muestra de que, sí, lo hemos dejado mentalmente atrás.
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