Uno de los aforismos más repetidos es ese que dice que el nacionalismo se cura viajando y, quizás, como todo lo que se reitera una y mil veces, tiene más de tradición que de certeza. En este tiempo en el que nos movemos muchísimo, por motivos dispersos, y tenemos la oportunidad de conocer naciones y culturas de lo más diverso, el nacionalismo perdura y, tristemente, goza de buena salud, alimentado por los rencores propios que ahí siguen. Para el creyente, salir al exterior no es sino una forma de reafirmarse en lo exclusivo de su pertenencia a la élite soñada, y el viaje refuerza aún más las convicciones. Si conoce a alguno de esos, tenga cuidado.
Aunque uno se vaya pocos días y a una nación cercana, en lo físico y emocional, como ha sido mi caso en estas pasadas jornadas, encuentra a cada paso diferencias en casi todo lo que le parece normal de la vida diaria. Pasa como con el cuerpo, que descubrimos que algo existe cuando no lo hemos notado nunca y, de repente, molesta. Las costumbres en cada sitio son las que en cada lugar se consideran las normales, pero para el que los visita se tornan en novedosas, curiosas, a veces incomprensibles. Es normal verlo así, y el viajero, si es que tiene tiempo y no se encuentra en uno de esos periplos de trabajo que todo lo absorbe, haría bien en poner en marcha su instinto de curiosidad e indagar en las costumbres y hechos locales, y el descubrir algunas de las causas que las originan. Todos vivimos en sociedades fruto de siglos de existencia, convivencia y adaptación a entornos y circunstancias diversos, que han conformado el mundo que consideramos como normal. Los horarios, las comidas, las costumbres sanitarias, la forma en la que se recoge la basura, el mero diseño de las aceras y los elementos con los que se edifica conforman el decorado en el que nos movemos y damos por sentado, hasta que uno traspasa su frontera y llega a un lugar donde las cosas no son exactamente como “debieran ser”. Ese contraste es una de las principales fuentes de placer, a veces de inquietud, que esconde todo viaje. Visitar lugares no debiera ser un mero catálogo de puntos de interés que uno debe cruzar como si fueran metas volantes en una carrera, sino el mero hecho de pasear y ver lo que se pone delante de nuestros ojos. Sí, a veces eso no es precisamente agradable, y el infinito tema de la recogida y gestión de las basuras puede ser uno de los puntos anecdóticos que lleva a zonas más sombrías de las ciudades de lo que uno pudiera imaginar, pero lo cierto es que el viaje supone una sobredosis de estímulos, un ejercicio en el que el mundo real se arma de fuerza y bombardea nuestras mentes con novedades a cada paso para así mantenernos entretenidos. A veces incluso logra que la gente despegue su mirada de la pantalla del móvil, lo que es el éxito absoluto para un paisaje, lugar o monumento dado en tiempos de adicción. No hace falta recurrir a lugares exóticos y lejanos, llenos de misticismo, para encontrar atractivos y sugerentes imágenes que llenen nuestra mente de placer y le hagan preguntarse ¿Cómo hicieron esto? ¿Para qué? ¿Por qué así? Y tantas y tantas dudas que a uno le surgen cuando no pisa terreno trillado. El idioma mismo del lugar que se visita, que siempre es un reto, y más para los que somos cortos en esto del don de lenguas, supone un reto y un mundo que llena de curiosidad a cualquiera, porque sin idioma, sin lengua, no somos, y lo que no podemos decir no existe para los demás. Hacerse entender, equivocarse una, dos, miles de veces, quedarse con la sensación de estar perdido, es uno de los mayores retos cuando uno sale de la zona de confort en la que vive habitualmente, en la que el idioma y la comprensión se dan tan por hechos como el aire que se respira. Y en esta Europa nuestra bastan a veces unos pocos kilómetros para saltar de zonas lingüísticas de tal manera que lo que sirve en una de nada sirve en otra y viceversa. Las letras se revuelven, y el viajero nota como el blando suelo sobre el que creía asentarse se torna aún más movedizo. Toca tirar de ingenio para sobrevivir.
Viajar también es encontrar refugio, lugar de reposo, un punto en el que coger fuerzas, un asidero. Habitualmente, desde la época romana, esto tiene forma de hotel, de lugar más o menos acogedor, casi siempre frío en lo humano, por lo obligadamente fugaz del paso. En otras ocasiones, como la de estos días, esa acogida tiene forma de hogar, de familia que se desvive por quienes le visitan y le trata de una manera desvivida que a uno siempre le hace sentir en deuda. En esos casos ese hogar pasa a ser un faro que, sea cual sea la experiencia vivida, actúa como refugio y guía, la luz segur a la que acudir cuando uno la necesitar. Dar las gracias siempre es necesario, mucho más cuando es tan debido.
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