Desde que el condenado David Cameron decidió poner en marcha el referéndum para la independencia de Escocia, salvado con un resultado unitario por los pelos, la política británica ha ido descendiendo sin cesar a un grado de degradación inaudito por aquellos lares, o por lo menos visto desde aquí. En ciertos aspectos se parecen a la nulidad de quienes dicen regirnos a nosotros, y que aquí la política sea un abrevadero de oportunistas incapaces no tiene nada de novedoso, pero allí sí. Cierto, son hipócritas hasta el extremo, pero la dirigencia británica siempre ha sido responsable y no ha hecho tonterías que avergüenzan hasta a sus compatriotas de balconing.
No hubo muchas sorpresas en la elección, conocida ayer, de Liz Truss como la nueva primera ministra del país. En la disputa con su rival, Rishi Shunak, Truss empezó a despuntar en las encuestas internas del partido conservador desde un principio, dada la acusación de traidor que caía sobre Rishi, al ser su dimisión la que precipitó definitivamente el derrumbe de Boris Johnson. Los dos son jóvenes y peso pluma en lo que hace a sus credenciales políticas y de capacidad. No se conocen grandes méritos de sus carreras salvo sus perfiles estudiantiles y una temprana introducción en los círculos conservadores. Truss ha dado bastantes bandazos en lo ideológico y, por ejemplo, ha pasado a ser una defensora de la permanencia del Reino Unido en la UE a ponerse a la cabeza de la manifestación celebrando la salida. Lo que sea capaz de hacer es una incógnita, y más frente a los enormes retos que le esperan. Por de pronto ha decidido arroparse en la imagen de Margaret Thatcher, lo que es un guiño al electorado más conservador y nostálgico, e incluso en algunos de sus mítines ha parecido con vestidos similares a los empleados por la carismática política, pero más allá de unas declaraciones genéricas poco se sabe de lo que quiere hacer realmente. Suple a Boris, el inefable Boris, la estrella de todo humorista y comentarista político, el hombre que, como su pelo, nunca paraba quieto, que consiguió una arrolladora victoria electoral y que él solito la desperdició con un comportamiento más propio de un adolescente gamberro de que de un responsable político. No consta que, frente a las exigencias levantadas en torno a la primera ministra finlandesa, nadie pidiera hacer test de drogas a Johnson y su entorno tras las innumerables e ilegales fiestas que se han dado en las residencias oficiales, pero es probable que el resultado no fuera tan nulo como el balance de su mandato. Johnson ha soñado desde pequeño con la figura de Winston Churchill, se ha llegado a sentar en el mismo lugar en el que el gran Winston comandó la lucha por la libertad europea, y su paso por esos “cabinet war rooms” será recordado como una auténtica parodia del poder, como un desmadre en el que la irresponsabilidad absoluta, la desidia y la total asunción de que las normas no son de cumplida obligación eran la marca de la casa. Si Truss consigue no generar escándalos y sosegar la vida política británica ya habrá hecho méritos para ser mejor recordada que el inolvidable Boris, pero es que eso no le va a bastar, ni mucho menos. Sumida en una crisis económica devastadora por la guerra en Ucrania y la restricción energética, la sociedad británica lleva semanas de constantes manifestaciones en demanda de respuestas ante el alza de unos precios que crecen allí incluso más que aquí, aunque parezca imposible. El autogolpe en la espinilla infringido con el Brexit aumenta los dolores económicos y comerciales en un país que sigue siendo una referencia global en muchos aspectos pero que, también, da muestras de decadencia en otros tantos. La industria y tecnología británica llevan tiempo en franco retroceso, y es la entrada de capitales gestionada por la city y su papel global como gestor financiero lo que mantiene a Londres como uno de los centros del mundo. La ciudad sigue pujante, desatada, pero el resto de la nación no.
Quizás la degeneración a la que estamos asistiendo en la política británica sea otra muestra de la decadencia de la nación, no tanto de sus instituciones, que aguantan, como de esa forma innata de gestionar el poder que los anglosajones han demostrado ejercer con maestría para sus propios intereses el último par de siglos, y que parece estar diluyéndose en medio de desmadres, luchas internas, debates absurdos y cosas por el estilo. Soy más anglófilo que francófilo, empirista que sujeto a las tesis filosóficas de los obtusos intelectuales parisinos, por lo que prefiero un Reino Unido estable y competente a lo que es ahora. ¿Qué hará Truss? Toda una incógnita.
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