Llegué tarde a las novelas de Javier Marías, y después de algunos encontronazos y decepciones. Le leía todas las semanas en la columna que iba después de la de su gran amigo Arturo Pérez Reverte, en la revista de El Correo, y luego seguí pasando por sus artículos cuando se trasladó a El País. Me gustaban mucho. Era enrevesado, pero dejaba clara su opinión, y no se casaba con gobierno o poder alguno. Era intelectual sin presumir de ello y renunciando a oropeles propios de literatos vanidosos. Hace ya años intenté leer sus novelas, y en un primer asalto, me derrotó, se me hicieron densas y no me enganchaban para nada. Seguí sólo con el Marías articulista.
Algún tiempo después volví a intentarlo otra vez con las primeras, las que tenían esos títulos tan shakespirianos que a él le encantaban (corazón tan blanco, negra espalda del tiempo, mañana en la batalla piensa en mi) y reconozco que las acabé a trancas y barrancas. Ya era un pope de las letras, pero no veía en él a un autor querido para mi gusto. Me perdía en sus párrafos enormes, divagantes, me llevaba de un lado para otro pero sin que me sintiera a gusto. Pero los artículos seguían gustándome, de hecho, cada vez más. En el tercer intento, un tiempo después, lo hice con una de sus novelas largas, “Los enamoramientos”, premiada y muye elogiada. Si ahí me estrellaba no había manera de recuperarse, llegaba ampliamente a las quinientas páginas. Y me encantó. Acabe la lectura con la sensación de gozo de lo bien que me lo había pasado en ella, pero también con la sorpresa de que, esta vez, los párrafos monstruosos no me habían mareado, sino mecido, en su ritmo de prosa melódica y sugerente. Hice, por tanto, un camino inverso, no volví a intentarlo con las novelas pequeñas y traté de subir a su trilogía “Tu rostro mañana”, que me supuso un gran esfuerzo, son tres volúmenes y unas mil quinientas páginas, y en algunos momentos caí en el riesgo de entrar en pérdida, pero sobrevolé con gusto la obra en la que el autor daba rienda suelta, sin freno alguno, a sus obsesiones, entre las que destaca la vida oculta, el engaño de quien parece ser una cosa pero lo finge, el que lleva una doble vida por gusto o necesidad y enseña a unos una faceta que no tiene nada que ver con la que muestra a otros, sin que esté muy claro que alguna de ellas sea más falsa que la otra. El espionaje era el terreno perfecto para este tipo de sujetos, y abundan los espías en sus obras, pero no piense el lector que estamos ante relatos como los de Le Carre, magistrales por otra parte, sino ante algo muy distinto. Con menos acción pero mucho más sibilino y perverso. Lo siguiente que cayó suyo fue “Ahora empieza lo malo” que es tan brillante como la novela de enamorados especiales a la que me refería hace algunas líneas. Empezaba a ver la dimensión literaria de un autor que crecía ante mis ojos a la vez que empezaba a ser repudiado en ciertos círculos y, sobre todo, redes sociales, por ejercer una libertad de pensamiento y escritura que hoy está penalizada. Marías iba subiendo escalones en el olimpo personal de autores y referentes a los que uno le gustaría preguntar cosas sobre cómo organizar su vida y valorar lo que en ella encuentra a su paso. Recogido en su casa, con unas costumbres rígidas y uso de la tecnología propia de otra época, Marías vivía en este mundo, pero consciente de que, en parte, algo de él ya se le había escapado, y no consideraba necesario hacer esfuerzo alguno para recuperarlo. Le eran ajenas muchas de las modas, costumbres, pleitesías y deberes a los que se nos fuerza en la vida actual, tan centrada en la presión de los demás sobre cada uno de nosotros. Era ajeno, vivía y creaba libre. No le bastaron las mil y algo páginas de su trilogía para explorar los recovecos de la falsedad, y volvió a sacar una novela enorme en la que aparecían algunos personajes de ese magno trabajo y otros nuevos. Berta Isla, que así se llama, acabó siendo la primera de una novela doble, junto a tomas Nevinson, la última de las publicadas, que aún tengo pendiente. Berta Isla es una maravilla absoluta en la que no merece la pena reseñar página alguna porque en todas encuentra uno no sólo contenido, sino sobre todo una belleza y exquisita en la forma, que se entrega en forma de frases tan profundas y ajustadas como yo no seré capaz de escribir en mi vida. Ni una sola de ellas. He releído esa novela un par de veces, cosa que no es habitual en mi, y en cada momento, junto al disfrute, estaba la lástima de saber que, avanzando, me acercaba a un final al que no quería llegar. Se podía vivir en esas páginas y uno sería feliz, o al menos encontraría momentos de felicidad verdadera.
El sábado, justo antes de ayer, leía este precioso cuento de Rafael Narbona en el que, fetichista, deseaba encontrar la vivienda del autor y hablar con él, atreverse a tocar el timbre, entrar en su sancta sanctorum y destripar el cómo se pueden crear maravillas así. Hoy es lunes, han pasado sólo un par de días y, entre medias, se ha muerto el creador de esas maravillosas páginas y el dueño de una mente abierta, lúcida, brillantísima y original, poseedor de una forma muy propia de ver las cosas. No doy crédito, no quiero darlo, no quiero que sea verdad. Como dice hoy Karina Sáín Borgo, ¿qué hago con mi rabia? ¿Qué hago con mi pena? ¿A quién le grito lo tremendamente injusto que es que vivamos en un mundo muchos más zafio, en el que ya no está Javier Marías?
No hay comentarios:
Publicar un comentario