La imagen de la Reina de Inglaterra ha devenido en un icono global a medida que los años se han sucedido en su reinado de una manera tan eterna que parecía inacabable. Acontecimientos, personajes, hechos, todo se sucedía, cada vez a mayor velocidad, e Isabel II seguía ahí, inmutable, con sus vestiditos conjuntados y el aspecto de ver la vida desde lo alto de un balcón mientras que los mortales se desvivían en la calle, a sus pies, presos de iras y deseos. Su inmensa longevidad y el desempeño del cargo le habían convertido en un mito viviente, en el último personaje proveniente de otra época que seguía ejerciendo un papel público.
Escribir sobre Isabel II en pasado supone estar en un tiempo en el que ya es una más de los miles de millones de fallecidos que ha habido en nuestra historia. El martes se le pudo ver, muy empequeñecida, pero de pie, apoyada en un bastón, recibiendo a la nueva primera ministra Liz Truss en Balmoral, Escocia, y ayer falleció en esa propiedad, quizás la más querida de las suyas, en lo que parece un final de lo más plácido, sin agonías ni estertores que lo dilaten de ninguna manera. La llamada hecha a sus hijos por las autoridades médicas indicaba ya, a primeras horas de la tarde, que lo que parecía que nunca iba a suceder estaba a punto de darse. Setenta años de reinado, el segundo más largo de los conocidos tras el del Luis XIV de Francia, conmemorados en el jubileo de este verano, concluían con la sobriedad y estilo que sólo la BBC y los británicos son capaces de darle a los acontecimientos. Durante siete décadas Isabel ha sido reina de Inglaterra y de un montón de naciones, primero de manera efectiva, luego simbólica cuando el imperio que heredó se deshizo, y esa ha sido su vida. Consagrada a la corona, todo lo demás ha sido secundario, y en ese todo está todo. Vida privada, familia, amistades, gustos, lo que fuera. Su sentido del deber y sacrificio al ejercerlo han sido una señal constante en su vida, y frente a un mundo que ha ido arrinconando algunas de esas virtudes en pos de un hedonismo consumista y desnortado, ella seguía rígida por encima de todo. Rodeada de los escándalos que surgían en torno a sus vástagos y familiares, ella nunca fue motivo de polémica ni de enojo, no sólo porque fuese protegida por otros poderes, sino porque su desempeño nunca cayó en el error no forzado. En los tiempos modernos quizás la muerte de Diana de Gales y su funeral fuesen los días más duros de su reinado, en lo que hace a la relación con una sociedad que ya había cambiado mucho desde que ella se coronó, pero no es posible, como en otros casos de reyes habidos o eméritos, encontrar manchas que sirvan para criticar su figura. La monarquía es una institución extraña, la única encarnada en una personas física, humana, mortal, mientras que todas las demás son ocupadas de manera temporal por personas que van y vienen. El sentido de la monarquía es, hoy en día, cuestionado por muchos, también en el Reino Unido, e Isabel lo sabía perfectamente, y era consciente de que su poder, ausente en lo real, con r minúscula, sólo derivaba de lo que ella pudiera otorgar de dignidad a la figura Real, con R de Reina. O era abnegada y ejemplar o vería como la institución se degradaba hasta su caída. En medio de una sociedad cada vez más dividida, con enfrentamientos sociales y antagónicas visiones de cómo gestionarla, sometida a enormes cambios tecnológicos y morales, decadente en lo que hace a poder global y representatividad en el mundo, secularizada, dominada por el temor al futuro y el olvido cada vez más rápido de todo lo pasado, el Reino Unido es un perfecto ejemplo de cada una de nuestras naciones occidentales. Y durante siete décadas, al menos, han contado con un puntal inamovible, una referencia que les ha servido de guía emocional. Esa referencia falleció ayer, sucedida por Carlos, III, a sus 73 años.
Isabel II es pura historia del siglo XX y parte de este XXI. Su marcha pone fin, de manera simbólica, a la centuria pasada, porque si bien es cierto que quedan vivos personajes notables de ese tiempo, ella, y quizás Henry Kissinger, eran los únicos que ejercían aún un papel relevante en el mundo. Ella a años luz del estratega norteamericano. Hace pocos días murió Gorbachov, que fue muy importante, pero, como casi todos los de su edad, languidecía olvidado. Isabel II no, seguía hasta ayer, literalmente, ejerciendo como Reina. Reino Unido se enfrenta a una catarsis como no la ha vivido en muchas muchas décadas. El mundo pierde a uno de sus mitos.
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