Junto a su obra literaria, Marías desarrollo una intensa faceta de articulista, lo que permitió a los que le leyeron acceder a sus opiniones sobre los temas de actualidad. Esa fue casi la única fuente para ello, porque se mostró siempre reticente a entrevistas y no quiso participar para nada en el mundillo literario ni en todo lo que tiene relación con la fama. Su vanidad, que muchos tachaban de elevada, era casi nula, aplastada por la timidez, la corrección en las formas fruto de una elevadísima educación y un resquemor muy profundo hacia las autoridades y, en general, sociedad española, dado como ambas trataron a su padre. Nunca nos perdonó por ello.
Julián Marías, uno de los mayores filósofos de su época, fue delatado ante las autoridades franquistas, y su filiación republicana no le condenó al paredón, pero sí al ostracismo. No pudo enseñar en universidades españolas ni tener contacto con otro tipo de instituciones. Algunos de sus amigos, pocos, que residían fuera, le acogieron, especialmente en EEUU, para darle algunos trabajos y así poder obtener ingresos, y allí que se fue por temporadas, llevando a toda su tropa de hijos, entre ellos a Javier, apenas un bebé que, con sus berridos, despertaba a un tal Nabokov que escribía en el piso de arriba en la casa de la costa este en la que la familia Marías pasaba temporadas. En España, muchos de los que se decían amigos de Julian se encargaron de repartirse su puesto y prestigio, y sacar réditos con ello. Traicionaron su memoria y abandonaron a los Marías de una manera vergonzosa. No fueron pocos, ni durante poco tiempo. Javier aprendió desde pequeño qué es vivir no en el exilio, pero sí en el abandono social. Y se hizo duro. Regreso a España con poco más de veinte años, tras estancias temporales, para residir definitivamente aquí, pero a sabiendas de dónde estaba, y cal era la talla moral e intelectual de quienes con él compartían la existencia. Desde un principio se apoyó en quienes le mostraron nobleza y despreció a los demás, y eso contribuyó a crear la imagen de un personaje algo oculta, huraña y recelosa. El hecho de que escribiera novelas como nadie lo hacía, y que fuera un anglófilo en tierras no afectas a la pérfida Albión aumenta la sensación para muchos de estar ante un personaje oscuro. Decisiones personales como las de ir renunciando poco a poco a los avances tecnológicos aumentaron esa percepción. Escribía a máquina, usaba fax, móvil con SMS, pero se negaba a utilizar ordenador e internet para su trabajo y vida. Renuncias que justificaba en el hecho de que a él le iba bien lo que hacía con los medios con los que los hacía, y que no necesitaba cambiar. Su renuncia más significativa, sin embargo, fue la de la adulación al poder, es decir, al de no ser un pelota del gobernante de turno para obtener réditos. El recuerdo de su padre pesaba como una losa y el desprecio que sufrió, y él lo volcó contra los que ocupaban los cargos públicos de nuestro país, personajes de una talla moral e intelectual cada vez más degradada, a los que sacudía sin piedad. Su independencia económica le hizo tener muy claro desde un principio que sus valores morales serían defendidos a capa y espada, metafóricamente en su caso, y se convirtió en un intelectual de verdad, un personaje dotado de un inmenso intelecto y capacidades, muy alejado de esa imagen del intelectual creada por algunos sujetos menores, primero en Francia, luego aquí, aún más disminuidos, cuyo principal objetivo era y es conseguir migajas financieras del poder público a cambio de loar al gobernante. Él no. Renunció expresamente a premios financiados por el erario público y eso, desde luego, le cerró la puerta a otros, como el Cervantes, que se queda también cojo en su prestigio al no contar con él entre los agraciados. Imposible de ser domesticado por la política, los que ocupaban los cargos pasaron a ignorarle y despreciarle, ya tendrían pelotas más fáciles de amaestrar y someter.
Envuelto en los últimos años en polémicas bobas fruto de las jaurías de basuras que utilizan las redes sociales para volcar en ellas su bilis e ignorancia, Javier Marías siempre dijo lo que pensaba hablara con quien hablase, y los que le conocen recalcan que era una persona de enorme bondad, gran timidez, muy cariñoso, educado, sin accesos de ira hacia los demás, sabio y sensible. En medio del lodazal en el que se ha coinvertido el debate público moderno, en el que los patanes gritones triunfan, alguien como Marías no podía hacer nada, por lo que era obvia su decisión de no participar en él, de expresar sus opiniones de manera diferida en artículos semanales y nada más. Su pérdida también nos arrebata una menta libre e independiente, y de eso no estamos nada sobrados, pero nada. Todo es pérdida con su marcha.
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