Imagínense a un joven ruso, que viva en una de las grandes ciudades del país, Moscú o San Petersburgo, por ejemplo. Un treintañero típico, que acabó sus estudios hace poco, o quizás los prorroga, con másters y cursos para especializarse en la profesión que estudió, o que trabaja desde la mayoría de edad en un oficio o empresa en las proximidades. Quizás casado, puede que soltero, con o sin hijos, una vida relativamente normal, similar a las nuestras, pegada a la pantalla de un móvil, lleno de caracteres cirílicos, y con una elevada demanda de ocio. Con toda la vida por delante y, seguro, bastantes proyectos en su mente.
Ese joven ve ayer el discurso grabado en el que el dictador de su país, que rige la nación desde que es un crío, decreta una movilización parcial y empieza a llamar guerra a lo que oficialmente no lo era pero que, en muchos círculos de su entorno a sí se denominada. Escucha un mensaje amenazante, duro, lleno de rencor por parte de un hombre rígido cuyo rostro expresa frío siberiano y nula empatía. Se siente mal, empieza la mañana de un nuevo día, de camino al otoño, que allí ya es duro, y ese joven, rumbo a su trabajo, sospecha que las cosas siguen empeorando. Desde hace meses varios de los negocios en los que basaba su vida diaria no funcionan, fruto de las sanciones occidentales. Acostumbrado a ellos, ha tenido que buscar sustitutos para seguir gestionando su ocio, compras y demás cosas del día a día, pero nota que las cosas empeoran. Conoce a algún compañero de otra empresa que le ha contado cómo terceros huyeron hace meses, sin avisar. Hicieron una maleta lo más rápido posible y pillaron un vuelo rumbo a Turquía, la gran puerta de salida que aún existe, dejando atrás empleo y familia. No se habla de estos temas en el trabajo, y apenas fuera de él, porque sabe que si la policía lo escucha se puede meter en un lío, y necesita el trabajo, y no quiere saber nada de la política. Los rumores y cuchicheos sobre lo que pasa en el oeste son más o menos constantes y no se parecen a lo que cuentan los medios oficiales, que ya casi son los únicos que emiten a través de la señal de la radio y televisión. A medida que avanza la mañana se empiezan a conocer los detalles prácticos de ese anuncio de movilización parcial decretado por el presidente, y un escalofrío le empieza a recorrer la espalda cuando lee en la pantalla de su ordenador que el reclutamiento tendrá lugar entre los menores de treinta y cinco años, librándose los que se encuentren matriculados en estudios superiores. Eso le incluye. El reclutamiento le incluye. Le pueden llamar. Le van a llamar. Como casi todos los de su edad, hizo el servicio militar obligatorio y es reservista desde entonces. Recibe en su trabajo un par de llamadas de clientes y pedidos, los anota, pero apenas hace caso a lo que le dicen o escribe aceleradamente, con una letra nefasta. Me van a llamar, me van a llamar, se repite constantemente en su cabeza. Empieza a agobiarse, a sentir miedo. Vive en una nación que considera propia, que quiere, en la que ha desarrollado su vida, lazos y emociones, pero no sabe lo que es el combate, ni si es necesario, ni si debe hacerlo. Quiere sacar el móvil y llamar a algún familiar, pero está tan nervioso que se le cae al suelo. Al recogerlo mira al resto de compañeros de su trabajo, algunos de su edad, otros más jóvenes y varios mayores. No es el único de la empresa al que le afecta el llamamiento, y entre ellos las miradas que se cruzan basta para no tener que decir palabra alguna. Consigue tranquilizar sus dedos y escribe algunos mensajes en el Telegram que todos usan para comentar con amigos lo que ha leído, y pese a que la aplicación promete siempre un cifrado seguro y confidencial, lo hace de manera discreta, pidiendo información, no expresando sentimiento alguno. Varios de sus contactos están también en el grupo de los reservistas convocados, y admiten haberse enterado de la noticia, pero poco más expresan. El miedo a que alguien capte sus mensajes es casi tan elevado al que surge de las entrañas. Se levanta y mira por una ventana en dirección oeste, hacia Europa, y siente unas imperiosas ganas de ir al baño. El vómito que apenas puede controlar le hace correr.
Frente al espejo empieza a pensar fríamente. Qué hago, qué hago. Debo decidir si acudo cuando me llamen o huyo, y debo hacerlo ya. Debo contactar con mi familia y decirles lo que he decidido, y debo hacerlo ya. Desde hace poco, desde que leyó el detalle de la convocatoria, el tiempo ha empezado a correr muy deprisa, y tiene la sensación de que lo hace en formato de cuenta atrás, descontando un futuro que ayer existía y hoy se ha convertido en una mera sombra, en la nada, por obra y gracia de la decisión de su presidente. Debe hacer lago, y rápido. Este es el primer día del resto de su vida, y lo que le queda es muy poco en muchas de las opciones que ahora se le abren delante. Se ve reflejado, llora. Tiene miedo. La guerra ha llamado a su puerta.
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