La historia de Ciudadanos es una de las más interesantes, bonitas, ilusionantes y frustradas de la política española de las últimas décadas, quizás desde que comenzó la democracia y se consolidaron los partidos clásicos. Surgió en medio del marasmo catalán, con el crecimiento del sectarismo secesionista catalán, como respuesta democrática y liberal a las ansias separatistas. A partir de ahí, de un comportamiento valiente y coherente, junto con una campaña moderna y un candidato novedoso, un tal Albert rivera, logró un protagonismo en los medios nacionales en un momento en el que, en el conjunto del país, PP y PSOE se iban a enfrentar a la gran recesión y a los daños que iba a provocar.
Ciudadanos salta a la política nacional en el momento en el que se inaugura la llamada “nueva política” la surgida tras esa catarsis que fue el 15M y que originó en un movimiento social de base amplia, que luego sería hábilmente secuestrado por una formación de extrema izquierda llamada Podemos. Ciudadanos y Podemos encarnaban dos formas muy distintas de abordar los problemas que asolaban al país, pero ambos surgían de una sensación social de fracaso de la partitocracia existente. El PSOE de ZP no quiso ver la que se le venía encima con la crisis y quedó arrasado. El PP llegó al poder pero, maniatado por la realidad económica y una visión funcionarial de la vida, propia del registrador que era Rajoy, completamente ajena a la pulsión social, nada empática, se fue desangrando. Además, la corrupción empezó a ser relevante en el panorama y los casos se iban multiplicando. La respuesta a todo ese caso, que era muy intenso, afortunadamente no tuvo ningún componente violento, y se canalizó hacia las dos formaciones novedosas, uno de extrema izquierda y otro de corte liberal. Como decía mucho en aquellos momentos, esos partidos no eran la solución al problema, pero sí fruto de él, una fiebre, un síntoma del malestar. Frente a la visión de izquierda setentera que vendía Podemos, Ciudadanos encarnaba un enfoque liberal que en España siempre se ha frustrado por una u otra vía. Era moderno en su concepción e ideario, se atrevía a proponer cosas como el contrato único y medidas avanzadas en economía, que se suelen tachar simplistamente de derechas, junto con una visión social de los derechos que, simplistamente, se suele tachar de izquierdas. Con una evidente falta de complejos y un equipo joven y muy preparado, Ciudadanos logró escalar hasta lo más alto de la política nacional y, en lo que iban a ser las primeras generales de 2019, se colocó como tercera fuerza política del país, a muy pocos escaños de un PP desmadejado, con un PSOE victorioso pero con escaso margen. Fue en ese momento cuando Ciudadnos, Rivera, tuvieron en su mano el destino del país, la oportunidad de cambiarlo para bien. Y un poco como Isuldur ante los fuegos del destino, la codicia le traicionó. Un pacto de Rivera con Sánchez otorgaba una cómoda mayoría absoluta, una estabilidad parlamentaria y una estrategia que hubiera moderado las pulsiones locas de un Sánchez al que no conocíamos entonces. Pero Rivera no pacto. Sánchez quería o no, eso seguirá en discusión eternamente, pero Rivera se obnubiló con la posibilidad de desbancar al PP, al que veía desde su bancada a tiro, herido gravemente, casi desangrándose. Rivera tuvo que escoger entre ser un seguro vicepresidente o entre el sueño de presidir un gobierno encabezado por él tras unos nuevos comicios en los que superase al PP y alcanzara al PSOE. Las brujas de Macbeth se le aparecieron y, que capullamente sabio era Shakespeare, ejercieron el mismo poder de influencia. Rivera se ahogó en su ensueño y se lanzó como poseso a la repetición electoral de aquel deprimente año, que le otorgó un resultado desastroso. Los ciudadanos que vieron al partido como útil para pactar lo abandonaron al comprobar que no pactaba y perdía su utilidad. El voto se fue en parte al PP y algo al PSOE, y no poco se quedó en casa. El resto, el pacto de Sánchez con Iglesias, lo conocemos de sobra.
Desde ese otoño de 2019 Ciudadanos no ha dejado de perder votos y representatividad. Rivera dimitió tras aquella debacle e Inés Arrimadas asumió el mando de una nave tocada y con un destino titánico, como el del barco. Su voluntad y arrojo no podían hacer nada para enderezar el rumbo y tapar vías de agua, y apenas contó con el apoyo de nadie en un ejercicio de capitanía condenado al heroísmo, entendido como el de la muerte del protagonista de la gesta. La decisión de ayer de no concurrir a las generales de julio es el colofón de una historia amarga, que compara lo que pudo ser, lo que a muchos nos ilusionó, con lo que ha acabado siendo. La realidad puede llegar a ser mucho más cruel que el más árido de los malvados deseos.