Cada vez me da más la risa floja cuando veo el tema polémico de la semana, el asunto por el que todo el mundo se rasga las vestiduras desde el lunes, amenaza los pilares de la sociedad y luego se olvida por completo, arrumbado por otro. En general son polémicas que tienen de fondo un problema real, exacerbadas hasta el extremo por los medios, y salpimentadas de demagogia, oportunismo e hipocresías hasta unos límites vergonzosos. Normalmente las obvio, en ocasiones no. La de esta semana tiene que ver con que hemos descubierto que hay racismo en el fútbol, y ahora todos pontifican ante un problema que han “descubierto” y nos “interpela”.
El fútbol es uno de los mayores espacios de impunidad que existe en nuestro tiempo, y en la práctica apenas se conoce delito que no se comta en ese mundo semana tras semana, aquí y en otros países. Desde el principio, cuando los críos son llevados a practicar ese deporte, se inculca el amor a unos colores dados y el odio absoluto a los del rival, el desprecio a las normas, la ganancia por encima de todo y el abuso de la norma si eso permite meter goles. Los árbitros son objeto de insultos sin freno y las gradas de los encuentros son el perfecto retrato de comportamientos zafios que se justifican por todos por el “amor a unos colores”. De ahí en adelante todo es un proceso de degradación, aderezado de enormes cantidades de dinero capaces de comprar todo lo que haga falta. Desde la cúspide, equipos y selecciones nacionales funcionan como asociaciones paramafiosas, con el permiso para saltarse todo tipo de normas fiscales y de otro tipo, y sus dirigentes apenas esconden sus hechuras de personajes de padrino de serie B, carentes de todo estilo y porte, y sí de los degradados vicios asociados a las organizaciones de delincuentes. Sobornos, compra de árbitros, maletines, comisiones ilegales, mordidas, amaños, el fútbol es la cantera perfecta en la que, si se quisiera y permitiese, cualquier juzgado encontraría trabajo para varios años, pero ni lo uno ni lo otro. Las acusaciones de fraude fiscal a jugadores de varios equipos han mostrado escenas inenarrables en las que aficionados se agolpaban a las puertas de los juzgados pidiendo autógrafos de aquellos que, como buenos ladrones, les habían robado dinero a los que, aunque quieran, no pueden evitar pagar impuestos. Hasta en los mismos juzgados donde se han realizado las vistas de estos casos se han dado casos de fiscales y magistrados que pedían a los presuntos culpables no tanto la pena y el arrepentimiento, sino firmas en camisetas para ellos o allegados, en una muestra del poder absoluto con el que esos que pegan patadas al balón y sus jefes se mueven por este mundo. En el caso de las aficiones, y aunque se ha avanzado algo en el control de ellas, se sigue alentando por parte de las directivas los comportamientos insultantes, vejatorios y salvajes que son la norma en las gradas. En cualquier estadio se corean, semana tras semana, insultos salvajes en los que el racismo, el machismo, la zafiedad y, en definitiva, la basura, se adueñan de aficiones, con la complacida sonrisa de directivas y autoridades locales, que ven en esos cánticos la expresión de sumisión a una entidad que obtiene ingresos sin fin gracias a la amnistía social que esa masa enfervorecida le demuestra. La polémica de esta semana, los insultos racistas de una grada en un campo hacía un jugador de otro equipo, es una manifestación más, la de esta última semana, de comportamientos intolerables que no se consienten en ningún otro ámbito, pero que son reídos sin disimulo por parte de los responsables y seguidores del equipo insultante. Esta semana el insultante y la causa es uno, la que viene será otro, y así día tras día. No veo novedad alguna estos días en ese lodazal que es el mundo del balón.
Lo que me asombra de todo esto es la absoluta hipocresía de quienes hoy, esta semana pongamos, denuncian unos comportamientos que son basura cuando la que viene serán ellos los que los practique, porque para mi equipo todo es gloria, y para el resto mierda. Seguidores, medios de comunicación, directivos, políticos… el listón del cinismo que se muestra en ese mundo ya fue elevado a niveles estratosféricos por su máximo dirigente cuando se escudó en “valores” para justificar las mordidas que, presuntamente, cobró de los qataríes para que el último mundial se celebrase en las arenas de aquel desierto, pero veo estos días que todo es superable. Como diría el gran comisario Renault en Casablanca “qué escándalo, aquí se juega”
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