Lampedusa es una pequeña isla que pertenece a Italia, está muy al sur, casi más cerca de las costas africanas que del continente europeo, y está poblada por poco más de siete mil personas, algo así como Elorrio, mi pueblo. Su posición geográfica y el que sea territorio UE la han convertido en destino predilecto de las mafias que trafican con seres humanos, o directamente de aquellos que buscan huir del caos y, desde la costa del norte de África, parten hacia un futuro mejor. La llegada de miles de inmigrantes a la isla la ha colapsado y creado enormes problemas, que no son difíciles de imaginar para los recién llegados, pero que también alteran toda la vida de los residentes, que no son capaces no ya de acoger, sino directamente soportar las llegadas.
El problema de la inmigración es uno de los más vidriosos, feos, políticamente incorrectos, sucios y difíciles que tiene la UE. Nuestra frontera sur es uno de los lugares donde se produce una mayor diferencia de renta per cápita entre las distintas zonas del mundo. Somos un grupo de países ricos, algunos muy ricos, estables, sin guerras ni violencia. Al otro lado del Mediterráneo se suceden las dictaduras, los regímenes autoritarios, la violencia y un futuro que no existe, y esa misma zona lo es también de paso para personas de otras partes del mundo que huyen de sus propios conflictos, como puede ser el Sahel o Afganistán. En Europa envejecemos aceleradamente, no tenemos niños porque no queremos y cada vez las cohortes de población capaces de ello son menores, lo que lleva a crecimientos vegetativos negativos en varias naciones desde hace años. El mercado laboral ofrece puestos que no se cubren y el reemplazo de muchas industrias y negocios peligra. Necesitamos la entrada de inmigrantes para que cubran ese hueco, trabajen y, entre todos, mantengamos nuestras sociedades, pero no queremos que vengan. El rechazo a la llegada de inmigrantes está generalizado en la población europea, con unos matices distintos, pero todos ellos ligados a un cierto aire de racismo y al miedo que le entra al rico cuando el pobre acampa junto a su casa. Ese rechazo social encuentra un canal político en las formaciones de extrema derecha populista, que son las que dicen de manera alta y bruta lo que piensan muchos, pero no se atreven a pronunciar. Por parte de los partidos de izquierda se enarbola un discurso integrador y de acogida, que es lícito y fácil de proclamar, pero esconde la hipocresía de que no se hace realmente responsable de cómo gestionar esos flujos y, desde luego, acoger a los inmigrantes que llegan. La izquierda critica con fuerza las políticas duras que enarbola el gobierno de Meloni en Italia, pero está encantada de que esa avalancha de inmigración se quede en Lampedusa, y no vaya, por nada del mundo, a las ciudades y barrios donde gobierna. La derecha lanza proclamas de dureza, de levantar muros y vallas, de impedir todas las llegadas posibles, pero luego en el gobierno comprueba que sus gritos no son útiles frente a la cruda realidad. Entre unos y otros se arrojan el problema para tratar de contentar a sus electorados, pero sin tener ni la menor idea sobre cómo afrontar el problema. Lo único que se la ha ocurrido a la UE para parar los flujos, y funciona, es pagar a los países que hacen de última frontera para que confinen allí a los inmigrantes y los tengan encerrados, sin que los ojos de los ciudadanos comunitarios lo vean. Turquía o Marruecos sacan dinero, millones de euros, haciendo de policía de fronteras, y la violencia que denunciaríamos sin freno de producirse en territorio UE se da día tras día, y con mucha mayor saña, en esas naciones y en los espacios que han habilitado para acoger, qué eufemismo, a los inmigrantes. Como Libia no es un estado real y Túnez está en problemas serios, sus costas no son controlables, y el flujo de pateras desde ellas no deja de crecer. Por su parte, Turquía y, sobre todo, Marruecos, usan este tema como vía de chantaje a las naciones UE más cercanas a su territorio, España por ejemplo, y a veces se dan avalanchas “permitidas”, lo que encarece el precio del acuerdo o les permite lograr otras compensaciones en asuntos de su interés.
Este problema lleva muchos años enquistados y no va a ir a menos, sino justo al revés, a medida que los europeos de toda la vida envejezcamos y nuestras sociedades se escleroticen. Cuanto más mayores, mayor será la necesidad y, paradójicamente, el rechazo. ¿Cómo arreglarlo? Lo ideal sería con un plan a largo plazo, acordado por toda la UE, en el que se reconoce y cuantifican los millones de inmigrantes que se necesitan, y se organiza su llegada y distribución por la UE, de una manera transparente y con fronteras establecidas, pero no se ni cómo lleva eso a la práctica, ni cómo se paga ni, sobre todo, como sería aprobado por los electores en una votación.
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