Recuerdo como, hace no muchos años, seguía con pasión cada uno de los grandes debates que se daban en el Congreso de los Diputados. Las investiduras eran bastante ocasionales pero los del estado de la nación eran cada año y luego había algunos, relacionados con las decisiones de los consejos europeos, que tenían bastante enjundia. Uno sabía más o menos lo que iba a pasar antes de celebrarse, pero pese a ello tenían su gracia. Y no eran exactamente debates, sino argumentaciones de la posición de cada uno, obviando los del contrario. A veces se organizaban broncas y la cosa se acaloraba. No me hacía mucha gracia.
Desde que en 2015 el sistema de partidos se fue al garete y la mal llamada nueva política llegó a nuestras vidas las sesiones del Congreso han vivido un proceso de degeneración constante, convirtiéndose en un bochornoso espectáculo carente de gracia alguna. Los partidos populistas como Podemos y Vox, y los sediciosos catalanes han sido los grandes creadores de episodios por los que las madres de cada uno de nosotros nos hubieran pegado una gran paliza de haber sido protagonizados por mi o por conocidos, pero es de justicia señalar que tanto PP como PSOE se han sumado a la degeneración con saña y, entre todos, han convertido a ese hemiciclo en un lugar irrespirable, ajeno no ya a la cortesía, sino a la simple educación. Contemplar debates en los que la carrera por quién la decía más gorda y lo tuiteaba antes se convertía en una pesadilla deprimente, y opté por dejarlo, porque me ponía nervioso y triste asistir a aquello. Desde entonces, curioso, creo que ha habido más sesiones de investidura que estados de la nación, dada la inestabilidad absoluta a la que nos hemos acostumbrado, con coaliciones de gobierno cada vez más disparatadas y mentiras soltadas desde la tribuna con un descaro inigualable. ¿Aporta algo a la convivencia decir esas barbaridades en el lugar más solemne posible? El Congreso es la sede de la soberanía nacional, el lugar en el que los elegidos para representarla tienen el poder para hacer leyes, y debiera tener un carácter ejemplarizante en su actuar y proclamar, pero es justo lo contrario. No hemos llegado al nivel de los parlamentos coreanos, famosos por sus broncas físicas que, de vez en cuando, nos llegan convertidas en memes o breves de telediario, pero sí a un nivel de bajeza en las formas y discursos que es, simplemente, impresentable. Nuevamente son Vox Y Podemos los principales baluartes de este proceso de degeneración. Su incapacidad intelectual y el vacío ideológico en el que viven, rellenado de pensamientos sectarios y totalitarios, se manifiesta en declaraciones de desprecio a todos los que no son ellos, y con la aquiescencia de algunos logran protagonizar día sí y día también sesiones parlamentarias que abochornan a cualquiera. El intento de algunos diputados de elevar el debate, o al menos no hacer que se enfangue más, choca con el muro de los desquiciados y el éxito absurdo que esas poses logra en unas redes sociales donde el ruido triunfa y lo elegante jamás ganará a lo zafio. ¿Hay posibilidades de reconducir la situación? En privado muchos parlamentarios y cronistas confiesan que es una vergüenza lo que contemplan en su día a día y que ellos no quieren participar en eso, pero es difícil luchar contra la corriente de malos modales que se hace fuerte en las bancadas. Y aunque me guste la política, lo cierto es que eso que se ve en el Congreso no es política, es simplemente suciedad, embarramiento, ruido, que aleja a los pocos ciudadanos que pueden estar interesados en ello y convierte a una institución en un despojo. Quizás sea ese el plan de más de uno.
Ayer, en el inicio de su investidura condenada al fracaso, Feijóo hizo un discurso suave. Sin estridencias. Se puede estar a favor o en contra de sus propuestas y estilo, pero no hubo insultos ni mala maneras, Por la tarde Sánchez decidió despreciar el debate y lo embarró sacando a Óscar Puente, un macarra de primer orden, conocido no sólo en el Valladolid que ha administrado como alcalde, para dar una réplica faltona y barriobajera, ante la que los propios medios pro gubernamentales no tenían más remedio que avergonzarse. Y eso se vende, desde Moncloa, como un “golpe de efecto”. Ese es el nivel.
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