jueves, agosto 21, 2008

153

Las catástrofes se parecen cada vez más entre sí. Sean causadas por la desgraciada mano del hombre, o por sucesos fortuitos, o por errores, siguen un guión que cada vez es más previsible y programado. En Madrid tenemos demasiada experiencia en la gestión de desastres. Se está convirtiendo en una peligrosa rutina, en lago que periódicamente vuelve, en un protocolo de actuación eficiente, limpio y aséptico, que ojala nunca se hubiese tenido que organizar, ni hace cuatro años en el maldito día de los trenes ni ayer, cuando fue otro medio de transporte, y otro origen, el detonante de esa rutina de muerte.

Ayer subí de comer a mi despacho a eso de las 15:20. En Internet los periódicos señalaban como flash de urgencia un aparatoso accidente en Barajas, y se rumoreaba que podía haber víctimas, y que una columna de humo se elevaba sobre las pistas de la T4. Rápidamente me levanté de mi asiento y me fui a otro lateral de mi planta, que en este caso apunta hacia el aeropuerto, y allí se veía un manchón de humo blanco, el típico que se ve en la tele cuando un incendio se está apagando, y una pesada manta oscura o fea sobre al zona de Barajas, restos de la nube de humo original. “Pues aparatoso si que es”, pensé, pero me da que también algo grave. Al volver a sentarme ya había confirmados dos muertos. En pocos minutos la cifra subió a siete y se estancó. Rápidamente llame a AIR, buena amiga mía y futura madre, casada con un empleado de AENA y fanático del mundo de la aviación, y le conté lo que sucedía. Ella esperaba que la cosa no fuese a más, aunque en ese momento
el mundo se tiraba a una piscina sangrienta y apuntaba ya los veinte muertos. Así quedó nuestra conversación, entre esperanzada porque las cifras no crecían y preocupada, porque era un accidente de verdad, no un susto o una salida de pista. A la media hora la cifra de veinte muertos se consolidaba, y nuevamente el mundo se lanzaba llegando al centenar. Veinte muertos ya es un desastre, un completo desastre, pero cien.... Dando vueltas por las webs, y leyendo algunos testimonios empezaba a pensar que cien serían los primeros. Un motor ardiendo al poco del despegue, el sistema mecánico a pleno rendimiento, todo el combustible encima del aparato... aquello pintaba mal. Volví a llamar a AIR varias veces esa tarde, a medida que la catástrofe empezaba a adquirir unas dimensiones difíciles de imaginar. Pese a que las cifras oficiales se estancaron durante unas horas en torno a los cincuenta muertos, cada vez eran más las fuentes que, sin decir víctimas, señalaban que poco más de veinte eran los heridos trasladados a los hospitales de Madrid. Si en el avión iban más de 160 personas, resultaba obvio que las matemáticas nos ponían de frente a la realidad más angustiosa sin bálsamos ni alivios posibles. Al poco de llegar a casa, a eso de las 19:20, ya se hizo oficial una cifra de 146 muertos, cifra que por goteo de heridos graves que no pudieron ser salvados ha ascendido desde entonces hasta alcanzar esos malditos 153 que, por ahora, perece ser el balance del desastre.

153 vidas, ilusiones, esperanzas, anhelos y proyectos que se han volatilizado, esfumado, desaparecido, y 153 familias, grupos de amigos, allegados, conocidos y relacionados, que se enfrentan a la peor de las noticias posibles, a la muerte de sus seres queridos en algo tan absurdo, inútil y carente de sentido como un accidente de avión en el despegue. Tiempo habrá de aclarar porque ha sucedido esto, y si hay alguien con más o menos culpa en ello, pero de momento sólo se puede dar consuelo a esas víctimas, a esas personas vivas, que nunca serán capaces de olvidar por si mismas el reguero de campos chamuscados donde ayer, en una tarde de agosto, las vidas de sus seres queridos despegaron rumbo al cielo para ya nunca volver.

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