Dado que tenía las existencias caseras bajo mínimos, ayer me fui al hipermercado de compras, y eso es algo de lo que no disfruto. Hay que llevarse el carrito desde casa, porque no tengo brazos para cargar con, por ejemplo, los cartones de leche de vuelta, subir el carrito densamente cargado por las escaleras del tercero sin ascensor en el que vivo, y pasearse con el carro y carrito del centro comercial por unos pasillos donde las normas de tráfico son inexistentes y la posibilidad de ser atropellado o golpeado crecen exponencialmente a medida que el número de familias con hijos se incorpora al proceso de compra.
En pocos sitios tengo la sensación tan acentuada de que los humanos somos una panda de borregos amaestrados como en un centro comercial, y jamás lo había visto tan bien reflejado con el la que podríamos denominar segunda parte de Wall-E. Llenando los carros hasta arriba de productos, en su mayor parte inservibles, produciendo una cantidad de desperdicios e inmundicias gigantesca, mirando con avidez unas estanterías repletas de coloristas envoltorios que habitualmente esconden anodinos productos, los humanos participamos en un enorme experimento sociológico organizado por el centro comercial de turno, las marcas y los distribuidores de estantes. No es difícil percatarse que todos estos elementos, y algún otro, sacan una gran tajada de la manada de incautos, voraces, caprichosos y casi todos, borregos, que paseamos por allí. Nunca he entendido el aliciente que puede tener eso de “pasar la tarde en el centro comercial”, invento puramente americano que, como casi todos, ha tenido en España uno de los lugares de mayor predicamento. En invierno, con lluvia, frío y viento, puedo entender que si tienes niños el resguardo de un lugar como ese te siente bien, pero el resto de situaciones, sinceramente, no las entiendo. Son sitios fríos, clónicos (¿son capaces de distinguir ustedes unos de otos, de distintas cadenas y ciudades?) ruidosos y, a mi parecer, bastante violentos y degradantes. Y sólo poseen el único objetivo para el que han sido creados. Hacer dinero. Bueno, gastarlo visto desde mi óptica, claro. Además, hay muchos aspectos de la compra en el “híper” que me estresan profundamente. Aparte del agobio habitual de gente en todos los pasillos, y la tendencia al desvío de los carros (si ya sabemos todos para que es, porqué siguen haciéndolos así?) llega el momento de pagar en caja, y aquí se produce una de las situaciones más cómicas, absurdas e inútiles que conozco. Te presentas con tu carro repleto ante la cajera y descargas el carro en la cinta, después del trabajo que te ha llevado “recolectar” todo el género. La cajera, un 95% de veces mujer, joven y maltratada por sus jefes y por todos los clientes que pasan ante ella como si fuese un mueble del decorado, va pasando los productos por el escáner a una velocidad endiablada, y en medio de un “pii” “piii” continuo suelo ser incapaz de ir recogiéndolos y poniéndolos nuevamente en el carro a medida que salen vomitados. Para cuando su habitualmente amable y dulce voz dice XX con nosecuantos euros, yo me encuentro en medio del proceso de recarga del carro, y acudo con la tarjeta dejando productos dentro, fuera y en medio de la cinta, cosa que hace que el siguiente cliente empiece a preguntarse si ya se ha topado con el obstáculo que impedirá que salga rápidamente de la caja que, incauto de él, ha escogido como la más rápida.
Tras bastante trabajo vuelvo a cargar el carro con los productos, esta vez mucho más desordenado respecto a su distribución original, y me encamino a la salida, donde nuevamente procedo a vaciar el carro del supermercado y empiezo a llenar el carrito par partir a casa, o el coche de tenerlo. En todo este proceso he cargado y descargado los productos dos veces, todo ha hecho dos viajes completos de ida y vuelta. Es ineficiente hasta decir basta. Y puede que no se pueda hacer mejor, pero con el carro vacío y el carrito lleno, mirando a la salida, y echando al vista atrás a las cajeras, cobrando como posesas, no puedo dejar de pensar en la manada de borregos, o mejor, en la nave espacial de Wall-E. Toda una experiencia.
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