El pasado 6 de agosto de 2007 titule la entrada de este blog, referida a la película de Rataouille, como “Pixar es Dios”. Lo malo de ser algo grandilocuente y tendente al exceso adjetivador como yo es que te puedes quedar rápidamente sin provisiones de nombres y de calificativos. Porque claro, si Rataouille, que es una magnífica película, hacía que Pixar fuese Dios, a qué altar le elevo después de haber visto Wall-E?? Cuál es el pedestal que me queda para poder situar sobre él a los genios, artistas y creadores de esa maravilla? Al menos hay que aprender la lección de ser comedido con el uso de los adjetivos.
Pero eso será a partir de mañana, en todo caso, porque hoy es todo para Wall-E. Había visto las críticas, todas ellas elogiosas, e incluso recuerdo que el año pasado, antes de ver Rataouille, en el cine donde estaba, dos personas charlaban en sus butacas detrás de mí diciendo que la de la rata era buena, sí, pero que lo que estaban montan do con el robot ese era arte. Y sí, es arte. Arte visual, con una técnica e imagen, escenarios y colores insuperable pero, y sobre todo, es arte cinematográfico. Porque Walll-E no es nada más, y nada menos, que una preciosa historia de amor. Es una película que cuenta una historia de amor, de esas de chico encuentra chica y la conquista, pero sin que haya ni chico ni chica, ni falta que hacen. Así de simple... y complejo. Y la cuenta como hace años no he visto, partiendo de un personaje abandonado, sólo, lo más sólo que uno pueda imaginarse en el mundo más solitario y repulsivo que se ha creado en años, y en ese páramo, proveniente del exterior, llega el amor. Amor que todo lo puede, que todo lo llena. Wall-E reinterpreta esa famosa (y manida) carta de San Pablo a los Corintios, en la que reitera que sin amor no soy nada, que el amor es lo que me llena. Y una vez que Wall-E siente el amor ya nada será igual en su vida. Corre tras él, lo deja todo y lo sigue, a riesgo de su vida, que ya no vale nada si no es en compañía de su amada. Y cuando la encuentra aparecemos nosotros, las personas, unos repulsivos entes biológicos, unas fofas y estúpidas bolas de grasa, carentes de emociones e ilusión, adictos al consumismo desenfrenado, aborregados en torno a unas necesidades ilusas, encadenados en un repulsivo jardín de infancia dulce y meloso, en el que las pajitas de los refrescos son las sondas que nos alimentan y unen a la vida. Pocas veces he vito retratada a al humanidad de una manera más cruel, cruda y certera que en esa nave espacial donde residen los humanos, o el residuo que queda de ellos. Y frente a esa imagen de zafiedad, junto a un montón de máquinas despiadadas que son quienes gobiernan el destino de ese patético rebaño de ovejas amaestradas, los “ojos” de Wall-E contienen toda la poesía que uno pueda imaginar. Su expresión, sus balbuceos, sus ruidos (no habla) comunican, dicen más que la palabrería vacua y chabacana que sueltan esos humanos por doquier. Porque Wall-E, es duro decirlo, pero es innegable, es un personaje que tiene más humanidad y personalidad que, no sólo la mayor parte de actores que podemos ver hoy en día, sino de las personas que conocemos. Ese maldito robot es mucho más humano que yo, y que muchos de los que día a día vemos y nos cruzamos por nuestras guiadas y edulcoradas vidas.
No me avergüenza decir que lloro a veces viendo películas, y en esta he llorado, y mucho. Casi lo hago de congoja en esa primera media hora fascinante, oscura y desoladaza, hasta que llega EVA, al borde cuando el pobre Wall-E no puede ni siquiera llamar la atención de ella, por mucho que lo intente, irrefrenablemente en esa danza, que podíamos denominar del extintor, alrededor de la nave, pura poesía, e intermitentemente hasta el final. En serio, a lo mejor me estoy dejando llevar por la exageración, pero es algo increíble. Por favor, ir a verla, y si alguien tiene reparos “porque son dibujos” se le pasarán al minuto de empezar la proyección, y su perspectiva cambiará para siempre. Seguro.
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