Aprovechando la generosidad de unos buenos amigos, he pasado el fin de semana en Extremadura, en un pequeño pueblo cercano a Trujillo llamado Santa Cruz de la Sierra, no de esos de 50 habitantes, pero sí de los de trescientos, lleno de desplazados en verano, provenientes de Madrid, Barcelona o Elorrio, las tres grandes metrópolis nacionales. Es un pueblo sencillo, tranquilo a más no poder, que cuenta con unas ruinas de un antiguo convento que, como la sierra sobre la que se aposenta y da nombre al lugar, son propiedad privada, y se pudren poco a poco en medio de la desidia privada y pública.
Extremadura es un sitio curioso. Enorme y vacío, es lo primero que me viene a la cabeza, ideal para pasar un tiempo de relax, eso que se dice ahora de desconectar, olvidarse de los problemas y despreocuparse, pero no creo que fuese un lugar en el que viviría todo el año. Viajando de excursión a Cáceres el Sábado no podía evitar una sensación angustiosa al ver las proximidades de esa ciudad, un lugar en el que el término páramo se queda corto. Extensiones enormes campos calcinados por el sol, en una preciosa y certera definición de lo que es agostarse, con solitarios, valientes y quijotescos árboles que se atrevían a desafiar el páramo. De vez en cuando se distinguían cortijos sueltos, como islas en medio del mar amarillo. Es un paisaje muy duro, agreste en su más profunda definición. En este caso la ciudad es el oasis, justo al contrario de lo que sucede en muchas ocasiones, y en Cáceres se da nuevamente ese contraste, porque es la piedra con la que se ha edificado su soberbio casco antiguo la que está viva. Allí, sentado en las escalinatas de una iglesia, con una bella vista sobre la concatedral y algunos palacios anexos, y cuando digo bella es de verdad, se respiraba una tranquilidad y un sosiego que contrastaba enormemente con el páramo que rodea a la ciudad. Descubrí el casco medieval de Cáceres hace ya algunos años, y es realmente precioso, y encima esta vez lo hemos podido disfrutar sin agobios, porque había pocos turistas y unos agradables y escasos treinta grados que te permitían andar sin asperezas ni sudores. Y gracias al poco turismo se podía estar allí, rodeado de piedras casi en silencio. Por momentos, bodas aparte, parecíamos los únicos que deambulábamos por esas calles, y era como si, formando parte de una comitiva VIP, nos hubieran abierto las puertas de la ciudad para contemplarla como es debido. La sensación de tranquilidad que allí se respiraba era enorme, y si es ese relax y descanso lo que uno busca para sus vacaciones, es en esas piedras, entre esas calles y en ese decorado en uno de los lugres donde seguro que la va a encontrar. Quizás fuese la crisis la culpable de que, siendo Sábado, no hubiera demasiada gente por allí, pero para nosotros, y los pocos que nos acompañaban, esa ocasión os permitió disfrutar de la ciudad en estado puro, casi virginal. Y por si esto no fuera poco, el Sábado por la noche hice una de esas cosas que me encantan y que no se puede encontrar en casi ninguna parte, desde luego no en Madrid ni en el País Vasco, que es ver las estrellas.
Salimos paseando hasta dejar la luz de las farolas del pueblo y, en medio de la oscuridad, y con la vigía de mis amigos ante el escaso tráfico, me tumbé en al carretera que lleva a Madroñeras y vi las estrellas sobre un cielo oscuro, en toda su plenitud. Mirándolas uno realiza un viaje en el tiempo, observa luces que viene del pasado, quizás ya extinguidas, pero que siguen viajando hacia nosotros. Pensaba que quizá eso sigue siendo gran parte de esa España interior, un lugar frecuentemente olvidado, de una belleza y rotundidad tan dura que a veces asusta, y en el que uno puede redescubrir parte de sus orígenes, de una vida que, poco a poco, desaparece subsumida por la prisa y el agobio, una de las lacras de nuestra vida.
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