Transcurría el fin de semana de una manera bastante apacible hasta que ayer por la mañana saltó la noticia de la muerte de dos militares españoles en un atentado suicida en Afganistán. UN vehículo bomba conducido por un iluminado talibán se estrellaba contra uno de los vehículos españoles que, en ese momento, escoltaban un convoy, y mataba a dos soldados de treinta y cuarenta años, dejando al menos un herido grave y dos leves. La ministra Chacón tenía que salir al mediodía a hacer un comunicado, breve, rápido, casi telegráfico, y en pocas horas llegará a ese polvoriento lugar para interesarse por la suerte del resto de los soldados allí desplazados.
Afganistán es un polvorín que cada ve dista más de estar mínimamente controlado. Así como en Irak las cosas parece que, poco a poco, y con riesgos, están volviendo a una normalidad, el caso afgano se hunde cada vez más en una espiral de violencia sectaria y fanática. Me da la impresión de que los soldados españoles viven atrincherados en sus bases, saliendo fuera de ellas no más allá de lo estrictamente necesario, sin incurrir en riesgos, dado que el terreno es hostil, y en igual situación deben estar el resto de contingentes militares enviados por distintos países. Los americanos, que se atrincheran principalmente en Kabul y otras grandes ciudades, parecen controlar el perímetro urbano allí donde se asientan, pero saliendo de las ciudades el descontrol es total. Quizás esto se deba a que se han destinado excesivos recursos, logísticos, militares y financieros, al vecino Irak, y se dio por finiquitada la operación afgana de 2001 – 2002 pensando que todo estaba hecho, cuando en realidad aún estábamos en el principio. Una vez que lo de Irak, que cada día parece más claro que ha sido el gran error estratégico de la presidencia Bush, pasa a segundo plano, debemos centrarnos en Afganistán. Más de siete años después de la destrucción de las torres gemelas ignoramos donde se encuentra Bin Laden y su tropa de secuaces, aunque apuesto lo que sea a que vive en eso que se hace llamar la frontera entre Afganistán y Pakistán, una zona oscura donde nadie parece saber que ocurre. Es una catástrofe que los EE.UU. aún no le hayan capturado, con lo que ha caído desde entonces. No olvidemos tampoco que un Afganistán convulso contagia día a día a esa bomba de relojería llamada Pakistán, un caos de país de más de cien millones de habitantes, con gobiernos inestables, atentados suicidas por doquier, islamismo creciente, y no sólo en sus fronteras, y un pequeño pero suficientemente peligrosos arsenal nuclear. Rudyard Kipling, que algo sabía de esto, ya denominó en el siglo XIX como “el gran juego” a la confrontación de estrategias que el entonces imperio británico trataba de desarrollar en la zona, que se saldó con éxito en lo que hace al control del gigante indio, pero fracasó, como muchos otros antes y algunos más después, en el caso afgano, y para hablar de fracasos recientes Rusia es un buen lugar donde ir a hacer preguntas.
El nuevo presidente Obama ha dicho, por activa y por pasiva, que es Afganistán el objetivo de su política en al zona. Además de ir retirando contingentes de Irak, y desplazarlos poco a poco al cercano país, Obama ha declarado que va a pedir un mayor esfuerzo a la comunidad internacional en ese polvorín, y ese esfuerzo se traduce en dinero y tropas. Hasta ahora era fácil, e incluso electoralmente rentable para los gobiernos europeos, y especialmente el español, darle un no a Bush, y no colaborar más con su administración. Cuando ahora Obama nos pida que enviemos más efectivos a Afganistán ya no será tan sencillo decir que no. Y es que hay que mandarlas, pero esto sí va a ser una misión militar peligrosa. A ver como la gestionamos.
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