Leo mucho. Quizás demasiado. Una de las ventajas que tiene el vivir sólo es que en casa puedes hacer lo que te apetezca, y se te da por pasarte una tarde entera sentado leyendo, hasta que acabas un buen libro, pues lo haces, y no es necesario limpiar nada, ni ordenar otras habitaciones, ni oyes voces que te dicen que qué estás haciendo ahí tirado, como un gandul, cosa que pude suceder en la casa paterna. Esa quizás sea la causa de que tenga mi hogar un poco descuidado (que no sucio, eh??), y con un aspecto un tanto frío y distante, pero más por dejadez y falta de cariño al mismo que por otra cosa.
Lo malo de la lectura es que, como otras relajantes y placenteras costumbres, es individualista. Uno lee, a veces lee a los niños en voz alta, pero en general lee sólo y en silencio, actitud que poco contribuye a socializar al ensimismado, que a veces recorre las líneas ajeno a todo lo que le rodea. Dicho a lo bruto, leyendo no se liga. Eso es cierto, aunque doy fe que sin leer tampoco es tan sencillo. Todo esto viene a cuento de que estaba este sábado a eso de las 22:00 en una cafetería del centro tomando algo, y leyendo un libro que al final no era tan bueno como esperaba, cuando se sentó muy cerca de mi (la crisis no evita que los locales sigan bastante llenos, y el frío exterior invita aún más a ello) y comenzaron a hablar suavemente entre ellos. Franceses de entorno a los 30 años. Tras recoger sus bebidas y llevarlas a la mesa que compartíamos los tres, hablaron un poco, no se si de sus asuntos personales, o de cómo habían pasado el día, o de la bolsa o simplemente del frío que hacía en la calle, y en un momento dado cada uno sacó un libro de la chaqueta que portaba y, mirándose, lo abrieron y se pusieron a leer, privadamente. Yo seguía con el mío, pero no podía evitar echar miradas de refilón a mis dos acompañantes, que de vez en cuando se miraban mutuamente, con una sonrisa legre y sincera, de disfrute, puede que de la lectura, pero sobre todo de ellos mismos. A pocas mesas nuestras había un grupo de jóvenes vocingleros, que sin duda estaban bastante más eufóricos que nosotros, y que ellos solos hacían más ruido que el resto de los que estábamos en el establecimiento, cosa relativamente sencilla, porque nosotros tres no emitíamos sonido alguno, y el resto de la concurrencia consistía mayoritariamente en parejas jóvenes que se miraban carantoñosas y hablaban, pero bastante bajito. Pasado un cuarto de hora me levanté, recogí mis bártulos y salí del local, no sin antes volver a echar una miradita a la pareja francesa que seguía leyendo. Al levantarme los dos me miraron y nos saludamos en silencio, con un leve movimiento de la mano y el asentimiento del rostro, de esos que uno emite a una persona que sabe que, probablemente, nunca vuelva a verla. Los jóvenes ruidosos se quedaron allí y algunas de las parejas también, mientras que otras habían sido relevadas por nuevos dúos amorosos o por pequeños grupos, de distintas edades.
En el metro camino a casa (sí, mi vida nocturna del Sábado noche no está habitualmente para echar muchos cohetes) reconozco que pensaba en al pareja de lectores que había dejado atrás, y lo hacía con envidia. Envidia porque ellos, que parecían quererse, eran capaces de compatibilizar su vida en común con su privacidad, su compartir con su reflexión, y ambos amaban la lectura. No se si era una envidia sana, una admiración personal, o unos cutres celos por ver algo que me encantaría saborear y que, a día de hoy, no puedo. En fin, siempre nos queda el hogar para practicar esas sensaciones solitarias, a falta de la adecuada compañía...
No hay comentarios:
Publicar un comentario