Ayer por la noche, junto con algunos compañeros de trabajo, asistía el espectáculo musical Soulería, que ofrece el cantante Pitingo en el Teatro Calderón, reconvertido por obra y gracia de los misterios del patrocinio en el teatro Hagën Dazs. Local pequeño, pero coqueto y con el grado de intimidad suficiente como para que tanto el artista como su grupo y el público puedan intimar, el aforo, que llenó el patio de butacas y los dos primeros anfiteatros, era bastante bueno, en mi opinión, y dada la crisis que nos corroe no deja de ser interesante como las modas funcionan y este espectáculo, bien promocionado, sigue atrayendo a mucha gente cada noche.
Para mi lo de ayer fue algo experimental, porque el flamenco no me gusta. Alguno leerá esto y se sentirá ultrajado, y más aún cuando diga que, pese a que noto que debe ser muy difícil interpretarlo, las bulerías y “soleás” no me emocionan, cosa que sí ocurrió ayer con alguna de mis acompañantes. Sin embargo, el concierto no era sólo flamenco. Pitingo practica eso que se ha puesto tan de moda que se llama fusión, y que no es otra cosa que juntar estilos, sonidos y formas que son conocidas, funcionan por separado y que, en conjunto, suenan distinto a lo ya conocido. Creo que fueron los Ketama los primeros en fusionar el flamenco con el pop y otros ritmos, y el negocio les fue bien. Supongo que vieron que si eran puristas en su estilo no iban a conquistar a nuevos públicos ni a aumentar su caja de ingresos. En el espectáculo de ayer se combinan palos más o menos clásicos de tablao junto con grandes éxitos de la música soul (Georgia, Killing Me Softly with His Song, Every breath you take, etc) pasados por una percusión y guitarra aflamencada, unos coros femeninos y de base gospel y le voz del protagonista, rota y sentida, que por momentos parecía que se rompía del todo. El resultado es, desde luego, curioso. Un purista del flamenco seguramente no se sentiría a gusto oyéndolo, y a mi, que no me gustan mucho las versiones de los clásicos (fui de los pocos que maldije sin cesar a los Fugues por cargarse el Killing Me Softly) tampoco me dejaron musicalmente muy satisfecho, pero el espectáculo consigue que el público se entretenga, se divierta, y llegado el caso se pueda desmelenar, levantarse de la silla y bailar al ritmo de los temas, ritmo que sí está muy logrado de cara a involucrar al espectador. Los acompañantes de Pitingo trabajan bien, y se les ve cómodos en la actuación. El pequeño grupo de gospel negro me gustó mucho, especialmente la actuación que tuvieron en solitario, donde en base lenta y posteriormente acelerada, mostraron al enorme fuerza y color que posee la voz negra. Igualmente los instrumentistas son muy buenos, pero aquí debo destacar especialmente a Juan Carmona, componente de los ya citados Ketama, que a la guitarra literalmente se merienda el espectáculo. Más presente en la primera parte que en la segunda, hace lo que quiere sobre el traste, puntea, rasguea, golpea y saca de una simple guitarra todo un mundo. Era un espectáculo verle y oírle tocar.
El cantante se entregó durante la velada, y disfrutó, nos lo hizo saber, y encima quiso la casualidad de que ayer fuera su 28 cumpleaños, y por ello salieron algunos miembros de la tropa de acompañantes con una tarta con velas, globos y le ofrecieron una minifiesta que se prolongó en números sueltos de diverso estilo, algunos preciosos, y otros algo más horteras en mi opinión, incluido el de un “folclórico” algo kitsch. Al final la actuación llegó a algo más de dos horas en su conjunto. Desde luego nos divertimos mucho, que de eso se trataba, y algún famoso que estaba justo delante nuestro lo vivió tan intensamente como el propio Pitingo, o incluso más.
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