Como la cumbre de Washington no ha deparado novedades sustanciales, y ha servido para crear la agenda e imágenes que se esperaba, concluida con una gran fotografía, vamos a hablar de imágenes, pero con un mayor contenido estético. Ayer al mediodía, con la inmejorable compañía de JCJ, fui a ver una exposición fotográfica en el Museo Reina Sofía dedicada al autor leones Alberto García-Alix, autor del que yo desconocía casi todo, pero que posee un sentido del retrato muy desarrollado, aunque a mi las que más me gustaron fueron las imágenes en las que muestra parejas, especialmente en entornos urbanos, poseedoras de una fuerza enorme.
Ni lo pensé en ese momento, sino que no fue hasta horas más tarde cuando me puse a reflexionar sobre cómo ha cambiado esto de la fotografía en los últimos años. No el sentido artístico de la misma, ni su importancia y presencia, que siguen siendo enormes, sino su mera obtención. Yo saco bastantes fotos, lo hacía antes con las cámaras analógicas, pero desde la llegada de la cámara digital las posibilidades se han disparado hasta el infinito. Todo el mundo poseemos en nuestras manos un artefacto capaz de sacar millones de fotos, a coste nulo, y en el que podemos ver el resultado, y así corregirnos poco a poco, al menos evitando errores de bulto como poner el dedo en el objetivo y similar, que serviros ha cometido varias veces. No hace demasiados años, sacar fotos era algo muy parecido a jugar a la lotería de Navidad. Tirabas algunas imágenes, que jugaban el papel de décimos, sacabas el carrete, ibas a la tienda y te citaban para dentro de semana y algo al sorteo. Llegado ese día mágico, ibas nervioso a la tienda, te daban tu bombo particular y empezabas a realizar extracciones. “qué mala”, “pufff”, “otra movida”... “bueno, esta no está mal”... “qué desastre”... “qué bonita!!” y así hasta acabar las 24 o 36 que se tratase, nunca un número exacto porque alguna no había salido (es decir, era tan mal que ni te al daban, o eso al menos entendía el de la tienda de turno) y otras estaban de más en función de cómo se hubiera enganchado el carrete a la cámara. Eso sí, pagabas por todo el paquete de imágenes, pese a que muchas ellas fueran realmente infames. No recuerdo, pese a ello, haber destruido foto alguna, y aseguro al lector que varias se lo merecía. Así, poco a poco, ibas almacenado álbumes de distinto tamaño, principalmente en función de lo que estaba de oferta en aquel momento, y tiras de negativos que nunca entraban en al funda que te otorgaban, y que casi siempre acababan mezclados y esparcidos con otros negativos de origen confuso y temática dispar. Hacer copias en caso de fotos colectivas era una auténtica aventura, pero tenía su contrapartida, dado que exigía juntar nuevamente a los retratados, y por ello extender el momento de unión y charla que había generado las instantáneas pasadas. Se apuntaban números y letras que parecían sacadas de un código criptográfico extraño, y volvías a la administración de lotería fotográfica, de la que a veces sacabas copias de mejor calidad que los originales, o peor, que de todo había.
Todo este proceso duraba días, o semanas, y costaba dinero en cada paso. Y desde hace poco ha desaparecido. Todo es instantáneo, la captura de la imagen, el archivo, su envío, distribución.. es fascinante. Si para mi lo es no puedo imaginar lo que piensa un autor como, pongamos el caso, García-Alix, que ha visto como en pocos años el medio en el que se ha desenvuelto su arte se ha transformado de una manera tan brutal como inimaginable. Las imágenes de su exposición, muchas enmarcadas en los años ochenta y noventa, muestran una realidad tan descarnada, pero a la vez tan antigua como los medios con los que se elaboraron, pero enseñan que la belleza y la gracia no están en la cámara, sino en el ojo, en la mente que la maneja.
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