Dice el dicho que a perro flaco todo son pulgas. Lo último que necesitaba una sociedad global como la nuestra, agobiada por una crisis que genera angustia y miedo en los privilegiados países desarrollados (porque los otros no tienen esos problemas, dado que no pueden ni sobrevivir) es una epidemia, o mejor dicho, una pandemia, que dicho así aún suena más peligroso. Un virus que se extiende por ahí, de peligrosidad no muy elevada, pero capaz de generar un nivel de psicosis lo suficientemente elevado como para todo el tinglado social se derrumbe.
Las epidemias globales y sus desastres asociados son un clásico del cine de ciencia ficción y de catástrofes. Esas escenas de ciudades vacías, desoladas, en las que nadie existe ya están asociadas a Burce Willis y sus “12 Monos”, o a Will Smith y “Soy Leyenda”. En estos casos siempre hay un héroe que, o bien acaba salvando a la humanidad, o a sí mismo, enfrentado a terribles fuerzas del mal, encarnadas en este caso en invisibles virus que siembran la muerte allá por donde pasan. La realidad suele ser más prosaica, pero no menos impactante. Ahora mismo Méjico DF, creo que la mayor ciudad del mundo, con bastante más de 20 millones de habitantes, se encuentra en un estado de semicolapso. Los hospitales están abarrotados, pero el resto está desierto. Cines, espectáculos al aire libre, misas, y demás congregaciones de gente han sido suspendidas preventivamente. Los colegios han cerrado hasta nueva orden y parece que lo mismo ha sucedido con la universidad. No se si esta medida se acabará extendiendo a los centros de trabajo, pero en ese caso la actividad económica se detendría del todo y llegaríamos a uno de esos estadios que aparecen en las películas, en las que las ciudades se encuentran medio vacías, porque la mayor parte de los movimientos que se registran en un día laboral en una ciudad es por motivo trabajo, tanto en los accesos y salidas como en el interior de las mismas. Una ciudad sin ruido, sin colas y aglomeraciones, no es exactamente una ciudad. Me vienen a al memoria esas escenas de la película (nuestra vida ya está compuesta tanto de memoria personal como de imágenes audiovisuales artificiales, y son indistintas) “Abre los ojos” en la que Amenábar vació la Gran Vía de Madrid, desde Callao hasta Plaza de España. La primera vez que vi esa calle la sentí como cada vez que he estado en ella. Repleta. Llena de gente, coches, ruidos, luces, sonidos. Es lo más opuesto que uno pueda imaginarse al vacío o al silencio, y por eso la escena de la película impacta tanto, y por eso el personaje está tan aterrado. Una calle de esas sin pulso es como un corazón que no late, un pulmón que no respira o una mano que no se abre. Algo muerto.
Hacer hipótesis de este tipo tiene su parte lúdica y fantasiosa, pero lo cierto es que, volviendo a Méjico, hay ya 150 muertos, un país en estado de excepción, enromes restricciones civiles, una población intranquila y unas imágenes de gente portando mascarillas por las calles que seguro son utilizadas por algún diseñador sin escrúpulos para su próxima estupidez de desfile de alta costura, pero que transmiten una mala sensación. Ayer se confirmó el primer caso en España, que también fue primero en Europa, y puede que hoy sepamos algo más de los cada vez más sospechosos que están en nuestros hospitales. Menuda temporada de sorpresas llevamos.
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