Hay ciertas costumbres de los pueblos que vistas desde la ciudad provocan curiosidad, extrañeza y no dejan de producir extravagancia a los urbanitas. Muchas de ellas tienen relación con los ritos de la muerte, que en los pueblos son de una importancia que se me antoja sólo comparable a los derivados del calendario agrícola. De estos últimos se obtiene el alimento para permanecer en el mundo, y la salida del mismo no deja de ser todo un acontecimiento cargado de misterio, tristeza y resignación.
Viene todo esto a cuento porque el pasado Sábado un temporal de viento algo similar al que azotó al norte de la ciudad de Madrid se desató sobre Elorrio y tiró el árbol que, sito junto a la iglesia, servía para clavar en él las esquelas que anunciaban los fallecimientos. Hubo suerte que, pese a que el tronco, partido desde su base, cayera con toda su longitud sobre la famosa fuente de cuatro caños que está en una esquina de la plaza, no pillase a nadie ni causara desgracia alguna, quizás porque el vendaval se había iniciado unos minutos antes y la gente se había refugiado, quizá porque era en medio de la misa de las 19:00 y muchos de los habituales estaban dentro de la iglesia. La cosa es que, afortunadamente, el árbol donde se colgaban los muertos no murió matando. Este era uno de los cinco árboles que ahora me vienen a la cabeza en los que se suelen clavar las esquelas. Los otros son el que está sito en frente a Tximeleta, otro enfrente a la parada del Inter, otro esta en San Agustín y el otro está junto a la cruz de Gurutziaga (siento el localismo, nadie que no sea de Elorrio va a saber de que estoy hablando). Son árboles viejos, llenos de grapas roñadas, signo de todos los que han muerto sobre ellos. La expresión del “árbol del ahorcado” se me ocurrió hace ya algunos años cuando “Tio Pepe”, otro curioso personaje local que pasó a mejor vida, y que estaba ido, entró en una tienda en la que estaba yo haciendo recados, y comentó con sorna que ese día no habían “colgado” a nadie del árbol de la plaza, el que se cayó el sábado, como queriendo decir que no había muertos que lamentar esa jornada. Como verán ese árbol, y los otros árboles mortuorios, por así llamarlos, no sólo decoran, sino que realizan una especie de labor social. No se quién los eligió, pero desde hace años son una especie de tablón de anuncios fúnebres, donde se cuelgan esas esquelas con fotos que sólo se ven en los pueblos, y que sirven para informar al pueblo, que en el fondo no es otra cosa que una pequeña comunidad, de las noticias sociales acaecidas, y una de las más importantes es la pérdida de uno de los vecinos. Es cierto que hoy en día ya no sólo se ponen las esquelas en esos árboles. También alguna farola, como la sita junto a al campa de Ibarra, o la esquina de la calle Urarka con el río sirven de tablón de muertos, pero la imagen de la esquela en el árbol es una estampa de esas típicas que sin duda un residente en una ciudad no dejará de mirar con cierto asombro y, quién sabe, nostalgia.
A parte de todo esto, el árbol caído de la plaza era bonito, y cumplía un papel decorativo muy destacado en la esquina que ocupaba, intuyo que desde hace muchos años (he visto alguna foto antigua que tengo en casa y al menos desde los años veinte sí parece que estaba). Habrá que plantar uno nuevo en su lugar, y ver donde se ponen ahora las esquelas, probablemente en el panel sito junto a la entrada de la iglesia, pero lo cierto es que el Sábado cayó uno de los símbolos del pueblo, y seguro que alguno recordará de ahora en adelante el primer sábado de agosto de 2009 como el día en el que cayó el árbol de la fuente, el de las esquelas.
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