Este invierno pasará a los registros por su crudeza y los efectos que provoca. Afortunadamente en España los daños son menores, ya que sólo hay que contar viviendas y enseres perdidos en los alrededores de Jerez. Para las familias perjudicadas el drama es grande, pero en comparación con el desastre que se ha vivido en Madeira nos podemos dar por muy satisfechos. Y cuando no llueve o nieva hace un frío de mil demonios, con o sin sol, y te puede pillar en cualquier esquina y fastidiarte, como me sucedió el Sábado.
Aprovechando que hacía un sol radiante, y ante la mala previsión parta el Domingo, que se cumplió, me acerque á la exposición sobre los impresionistas que se exhibe en la fundación MAPFRE, toda ella proveniente del Museo d’Orsay de París. El acceso es gratuito pero controlado, y la colas es larga. Concretamente hice dos horas y media de cola desde que llegué a la fila hasta que entré por la puerta del edificio. Quiso la fortuna que el sol que se anunciaba brillase en lo alto, porque de hacer un día como el que toca hoy en Madrid, con fuerte lluvia y viento, nos hubiésemos muerto todos los que decidimos pasar la mañana del sábado avanzando pasitos sobre la acera. Pese a ello en las zonas de sombra hacía frío, y no les digo nada del tramo final de la cola, que se desarrolla en el patio de acceso al edifico de al exposición, un lugar coqueto y pequeño, que en verano debe ser un agradable refugio ante los calores del Paseo de Recoletos, pero que en invierno se convierte en un lugar frío y traidor, donde el termómetro se hunde y el mercurio se convierte en un enemigo del “esperante”. En ese tramo es donde, tras casi dos horas de espera, empecé a pasarlo realmente mal. Chaqueta, bufanda, jersey, sí, todo lo que quieran, pero flojera bajo las capas de ropa, y la sensación de que el frío iba penetrando poco a poco. No era yo el único que hacía gestos que se traducían con saltos, golpes en los brazos, frote de manos, estiramientos de piernas y demás. Me imaginaba el negocio que hubiera podido hacer en ese momento un vendedor de chocolate caliente, o de café. Pones un termo que emane un humo cálido de lo que sea y todos nos hubiéramos abalanzado a por ello. La última media hora de cola fue la peor, la más dura. Había señores mayores, jóvenes, chicas guapas y agradables, extranjeros con varios tipos de mapas, críos que trataban de hacer entrar en calor a sus padres, padres que no dejaban de tapar a sus hijos... una pequeña muestra de fauna humana abigarrad en torno a unas cintas que teóricamente llevaban a una exposición de cuadros, pero que para nosotros eran el frío purgatorio que se encontraba antes de entrar en el cálido edificio. Si nos llegan a decir que dentro no hay cuadros, pero que la temperatura es de 25 grados, nos hubiera dado igual, lo importante era pasar a un lugar caliente. Como es habitual en todos los sitios en los que se entra por grupos, el vigilante paró a la cola para entrar justo al señor que estaba delante de mí, así que nos comimos un último turno de espera, que fue el más duro, en el que ya no sabía a donde saltar o moverme sin que algunos de los críos que estaban detrás mío empezaran a pensar que era un pirado. Finalmente, tras unos minutos que se hicieron eternos, entramos... y se hizo el calor.
¿Y la exposición? Pues es muy buena, sí, merece la pena, pero tardé bastante en poder mirar a los lienzos sin que dejara de caer algún lagrimón de frío. Una vez que penetré en el edificio estuve al menos cinco minutos quieto junto a los vigilantes y al cartel de información preliminar no para leerlo, sino para empezar a sentirme persona. Una vez repuesto vi los cuadros y me gustaron mucho, pero les advierto, es una exposición para valientes, duros y abnegados, como esos que se bañan en la Concha rodeados de nieve, o los que en un día como el de hoy, feo y desagradable donde los haya, salen a las calles de Madrid y otras ciudades a trabajar.
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