Parece que poco a poco vuelve la normalidad al espacio aéreo de Europa. Para esta noche ya estaban abiertos los aeropuertos del Reino Unido y sólo quedan restricciones en Dinamarca, Suecia y otras áreas de la zona escandinava. Pese a ello la normalidad tardará días en volver porque todas las rutas de viaje están descolocadas, los aviones que las cubren yacen en aeropuertos distintos y hay una cola de pasajeros que se deben movilizar inmensa. El tapón se irá deshaciendo, pero costará aún mucho tiempo que todo sea como antes.
Lo que nos ha mostrado esta repentina y sorprendente erupción es nuestra fragilidad. La sociedad humana cada vez es más grande, compleja y desarrollada, y esto entre otras cosas implica que cada vez se necesitan más recurso para gestionarla. Es curioso este artículo en el que muestra como durante esta semana hemos vuelto noventa años hacia a tras en el tiempo, a cuando no había aviones, y el resultado ha sido muy duro. El aumento de la complejidad de nuestras vidas nos da un enorme abanico de alternativas y posibilidades, pero también hace que aumente el riesgo de que surja un problema en uno de esos ámbitos que contamine al resto y provoque un colapso. El parón aéreo ha colapsado la vida de millones de personas, ha trastocado sus planes y ha impedido el funcionamiento de cosas que siempre lo hacen, que se dan por supuestas, pero que a la hora de la verdad pueden fallar, como en este caso ha sucedido. Nos ha mostrado lo pequeños que somos los humanos ante la dimensión del planeta en el que vivimos, y como toda nuestra tecnología y soberbia se puede convertir en nada si un volcán de entre los cintos que existen se decide a ponerse en marcha, y unos vientos llevan sus cenizas no hacia sitios vacíos y desérticos, sino a la rica Europa. Una cura de humildad nunca viene nada mal, aunque tenga que ser mediante una medicina tan dolorosa como esta sobredosis de ceniza que nos hemos tragado. Y es que uno de los problemas en los que suelo detenerme a menudo en mis pensamientos y que me preocupa, (y sí, ya se que debieran hacerlo otras cosas), es todo lo que se necesita para que lo que suponemos como normal lo siga siendo, y lo frágil que puede llegar a serlo en un momento dado. Una de las cosas más bonitas que tiene mi día a día es la vista de mi ventana, con gran parte de Madrid y la zona sur de la comunidad a mis pies. Cientos de hectáreas, miles de edificios, millones de personas moviéndose, trabajando, viviendo, haciendo cosas todos los días, como piezas de una maquinaria llamada ciudad, de una complejidad desbordante, que deben estar perfectamente engrasadas para que no suceda ningún problema. Si una línea de metro se estropea empieza haber un movimiento de viajeros perdidos por el sistema y se atrofia, si una calle se corta sorpresivamente por un accidente el problema se traslada a las calles anexas y se empieza a formar una congestión. No hay leyes claras, aunque si intuiciones matemáticas, sobre como se desarrollan y crecen estos momentos de congestión, y una de sus características parece ser la de poseer puntos de ruptura, momentos en los que, en pocos instantes, el problema degenera en colapso, la grieta se parte y todo se para. Esto es lo que ha sucedido esta semana con gran parte de la vida de Europa.
Y en este caso debemos dar gracias que ha sido por motivos naturales. ¿Qué sucedería en caso de un intento de colapsar una ciudad por parte de unos terroristas? ¿Sería posible en l práctica? Descontando el hecho de una destrucción física masiva, sólo se me ocurre de golpe un elemento cuya falta colapsaría muy rápidamente todos los recursos de nuestra vida diaria y nos abocaría a un desastre. El apagón. Una interrupción del suministro eléctrico global de una ciudad generaría el caos absoluto en sus transportes, viviendas, negocios, comunicaciones... ¿Sería así? ¿Somos tan débiles y dependientes de la luz? Mejor no comprobarlo.
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