Ya se ha acabado la Semana Santa, y su rito de procesiones, penitencias y celebraciones variadas, en las que se mezcla creencia, tradición y fiesta, no estoy seguro en que proporción, pero apuesten a que poco a poco el matiz religioso va dando paso al festivo, la emoción de la creencia se sustituye por el ritual y el espectáculo, y al final el balance de la fiesta se traduce en si hemos recaudado más dinero que en años anteriores o no. Devoción la habrá, seguro, pero también mucho de lo otro.
Pero siempre hay gente que posee fe, a prueba de balas, y que aprovecha la mínima oportunidad para demostrarlo. En el viaje de autobús del Miércoles, camino a Bilbao, dos una fila delante de mí, en el grupo de butacas opuesto, viajaban una chica y una señora que hablaban bastante, por lo que era bastante difícil abstraerse de la conversación que desarrollaban. La cosa es que la señora era muy religiosa, y aprovechando que ocupaban la primera línea de asientos había llenado la balda que hace de barrera defensiva de esos sitios con una Biblia y un montón de libros llenos de hojas que hacían alusión a vírgenes y demás historias de santos. La chica acompañante cometió la imprudencia de darle conversación sobre el asunto, y si antes de la parada de Lerma la señora se mostró comedida el descanso le debió sentar como agua bendita, porque desde allí hasta Bilbao no paró de soltarle una charla lo más densa y confusa posible a su acompañante sobre el pecado, el papel de la religión, lo malos que somos todos, empezando por ella misma, y cómo Dios nos redime, consuela y perdona. Poco a poco la chica, algo menuda de por sí, empezó a menguar aún más en su asiento, y si al principio ella también respondía su conversación degeneró en síes de asentimiento ante el fervoroso despliegue que sobre ella caía. Evidentemente la señora no se daba cuenta de que estaba siendo una pesada de cuidado, y seguía y seguía, sacando nuevos papeles de su bolso en los que, arrugadas, se encontraban oraciones a santos de nombres exóticos, y sólo el faltó rememorar a San Ictícola de los peces, de tan grato recuerdo para Les Luthiers. A medida que bajábamos Altube, ya en Vizcaya, la señora inició el final de su discurso y, milagrosamente, llegó a sus conclusiones, tristes dado nuestro pecado, felices pro la misericordia divina, al poco de atravesar el peaje de Llodio, ya cerca de Bilbao. Desde luego la señora se quedó a gusto, eso es indudable, pero seguro que más su acompañante, y de paso el que les escribe y los que viajábamos en la cabecera del autobús, porque el discurso fue insoportable. Parafraseando la película de Javier Fresser, la señora le dio el “Camino” a su acompañante, y si exceptuamos que parecía más simpática de geto y maneras, su perorata era muy similar a la que emplea el personaje de la madre en esa película. No se a donde se iba la señora ya en tierra, pero sospecho que no a un retiro de oración en silencio. Seguro que su acompañante sí optó por pasar estos días en medio de la nada, para descansar de semejante discurso.
Oyendo todo esto desde mi posición de espectador me preguntaba qué diablos haces si te toca una de esas de compañera de viaje y decide arrancarse, dándote conversación y llegando al punto de que te alistes a su iglesia, o compres los cuchillos jamoneros que lleva en el bolso, o a saber que. Puede ser una pesadilla de viaje, y los que somos un poco cortados difícilmente seríamos capaces de mandarle a la porra. Por cierto, dudo que su ejercicio de proselitismo religioso consiguiera arraigar en su acompañante, pero que fue contraproducente en el resto de viajeros no tengo dudas, y es que a veces los más convencidos son los que más contribuyen a desvirtuar una causa, en este caso Santa.
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