Hace no demasiadas semanas comentaba a algunos amigos míos que en este año de tantas despedidas había dos genios inmensos en España a los que les quedaba muy poco para dejarnos. Uno es Manuel Leguineche, maestro de periodistas reconocido en todo el mundo, que vive el final de sus días postrado en su casa de la Alcarria, alejado de casi todo. El otro es Luís García Berlanga, el mejor director de cine de España, y uno de los mejores de toda la historia. Pues bien, el Sábado Berlanga se murió, y él, que nos hizo reír a todos con su acidez, acabó por hacernos llorar.
Poco voy a añadir a lo que se ha escrito este fin de semana sobre la inmensa obra de Berlanga, alabada por los críticos y por toda la sociedad, y es que todos esos elogios son merecidos. Si Berlanga se llamase John Willismell, o algo similar, en inglés, este fin de semana hubiera sido de luto en el cine mundial, y todos los telediarios del planeta habrían abierto con la imagen de un Hollywood desolado rindiendo su adiós a su más alta joya. Pero Berlanga era español, hacía las películas en castellano, y muchas en una época en la que lo español, en su conjunto, no existía más allá de nuestras fronteras. Quizás con los años los extranjeros vean toda la filmografía de Berlanga y puedan llegar a sentirse tan conmovidos como todos los que lo han hecho por el ácido, cruel, duro y mordaz retrato del país que hizo este autor. Goya en sus cuadros reflejó la España de principios del XIX, y su arte es comparable a su capacidad de cronista de su tiempo. Berlanga hizo lo mismo de la España de la postguerra, junto con Rafael Azcona, El Guionista, así, con mayúsculas. Y aún más, supo retratar la idiosincrasia de los que poblamos este país. Personas en su mayoría nobles, pero corroídas por la pobreza, la incultura y la envidia. Además Berlanga no dejó de ser un cachondo toda su vida. Podía haber realizado ese retrato crítico envuelto en un sudario de trascendencia y seriedad, pero no, era un tipo divertido, y el sentido del humor le salía de todas partes. Es imposible no esbozar una sonrisa, cuando no unas buenas carcajadas, viendo una película suya, aunque luego nos demos cuenta de que de lo que nos estamos riendo es de algo muy serio. En su vida personal era también un transgresor. Huyó de la política, las subvenciones y el compadreo con el poder y los partidos políticos, en quienes quizás se inspiró para titular su “todos a la cárcel”. Políticamente incorrecto desde su juventud, era un erotómano convencido. Junto con Tusquets editores, fundó el premio literario de la sonrisa vertical dedicado a la literatura erótica, y era conocida su faceta de fetichista del calzado, especialmente de los tacones altos y delgados, que le volvían loco, y de los que llegó a almacenar montañas de pares. Había quien consideraba este y otros gustos como meras muestras de excentricidad, pero lo que pasaba es que Berlanga era así, un genio muy normal, un hombre común, con manías y gustos, como todos los tenemos (sí, todos somos fetichistas en algo, pese a que no podamos reconocerlo en público) pero que no renunciaba a ellos por cuestiones de decoro o similar. Era tan puro como las películas que dirigía, y tan auténtico como los personajes que mostraba, porque Berlanga era uno más de sus personajes.
Una muestra de su éxito, su triunfo social, es el uso que damos al término “berlanguiano”, que aún la Real Academia no ha admitido en el diccionario pero que debiera hacerlo ya, como muchos han solicitado desde hace años. Quijotesco, cervantino, pocos términos provienen de cuna tan ilustre como el apellido de un autor, y sí, Berlanga está a la altura de ellos. En este 2010 se nos han ido Miguel Delibes y Berlanga, dos inmensas joyas de la cultura del país. Es una pena que Delibes no pudiera haber inscrito el término berlanguiano en el diccionario de la RAE en vida del gran Luís. Seguro que ahora están en el cielo riéndose de todo eso.
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