El viernes al mediodía, mientras hacía algunos de los muchos cuadros de datos en los que ocupo mi vida laboral, exclamé un ¡Mierda! En alto que hizo que mis compañeros de despacho, uno amplio, en el que habitamos cinco personas, me mirasen y pusieran esa cara de “bueno, y a este que mosca le ha picado”. Cuando les dije que, maldita sea, mi enfado era causado por el fallo en el lanzamiento de la sonda de la NASA Glory, los cuatro se miraron y, por las caras que ponían, seguro que empezaron a lamentar la suerte de la metafórica mosca, pobre, a quién había ido a picar…
Glory era un satélite valorado en varios cientos de millones de euros cuyo fin era estudiar el polvo en suspensión de la atmósfera y otros parámetros vinculados con el clima global. Un artefacto costosos, tecnológicamente avanzado y de considerables dimensiones, media tonelada, que tuvo un final de lo más deshonroso. Adosado a un cohete modelo Taurus, al final del lanzamiento hubo un fallo que impidió que el satélite se despegase de lo que quedaba de cohete. El objeto unido, mucho más pesado que el satélite en sí, y ya carente de combustible, era incapaz de alcanzar la órbita a la que la inercia hubiese impulsado al satélite en solitario. Sin impulso necesario, empezó a descender, y los técnicos de la NASA abortaron la misión, supongo que pulsando ese botón que aparece en las películas cubierto con un plástico para protegerlo, y que al presionarlo supones que algo va a estallar. Pues sí, estalló. Y el proyecto Glory acabó convertido en un montón de chatarra cayendo desde lo alto. Glorioso. Los lanzamientos de satélites, que se producen habitualmente, han llegado a ser una rutina tal que los vemos como lo más seguro y eficiente del mundo, pero no dejan de tener sus riesgos. Sólo pensar que un cohete no es otra cosa que una bomba de relojería controlada, con el fin de que sólo la punta se salve de la quema y llegue a su objetivo parece una idea suicida, y sin embargo hace mucho que, afortunadamente, no vemos imágenes de cohetes colapsando sobre su torre de lanzamiento de las más diversas y patética formas, como muestra con precisión la película “Elegidos para la gloria” basada en el libro del mismo título de Tom Wolfe. Lo que muestra el fracaso del Glory, a parte de dar mucho trabajo a los ingenieros para no repetirlo, es que no sólo el lanzamiento es importante, sino que cualquier fallo que se produzca en el aparentemente más insignificante protocolo puede dar al traste con toda la misión. No se lo que habrá fallado aquí, pero puede que fuese una tuerca, algo más apretada de lo normal, o que la carga que produce la separación no estalló del todo, o que el frío adhirió las partes más de lo que la carga las podía separar, a saber. Lo cierto es que una vez que lo más difícil y peligroso estaba hecho, falló lo más fácil, algo así como si, jugando con los lanzamientos, en una noche de juerga, uno logra convencer a la más interesante de la fiesta para llevársela a la cama y, en faena, se tropieza con la alfombra, o se hace una avería como en “Algo pasó con Mary” u otra tontería similar. La sensación de bochorno y ridículo puede ser similar, atenuada en este caso por la privacidad de la alcoba, acrecentada en el original por que todos nos hemos enterado de la pifia estelar.
En fin, que si la carrera espacial ya deambula de unos años a esta parte sin rumbo fijo y generando poca ilusión, lo del “Glory” es para deprimirse. Difícilmente podrá al ciencia, y los que la seguimos con pasión, lograr que el público se emocione con proyectos marcianos, viajes a la Luna o simples estancias orbitales al lado de casa si no somos capaces de poner en órbita un triste satélite por un fallo en el prepucio del cohete…. Así, mi ¡mierda! Y cabreo del viernes estaba más que justificado, aunque sospecho que no fui capaz de convencer a mi incrédulo y pequeño auditorio… menos mal que no eran inversores!!!!!
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