A medida que pasan las horas el panorama que ofrece la central nuclear japonesa de Fukushima no deja de empeorar. Esta noche, hora española, como sucedió con el reactor 1 y 3, se ha producido una explosión en el reactor 2, y parece que en este caso sí ha afectado al edificio de contención primaria y se ha producido una fuga radioactiva de las gordas. Es muy difícil precisar lo que sucede allí, y la presencia de expertos internacionales, solicitada por Japón, ayudará a calibrarlo, pero es evidente que la gravedad del incidente crece hora a hora. Malas noticias.
De todas maneras hay una cosa que me asombra de todo esto, y es como los medios de comunicación, occidentales sobre todo, ya han amortizado el terremoto, les da igual si las víctimas son 5.000 o 10.000, y su preocupación única sea la de origen nuclear. No quiero decir que lo de la central no sea grave, que lo es, y mucho. Pero es que antes de que Fukushima se convirtiese en el decorado del Springfield mundial en el que se ha tornado el mundo los muertos del terremoto ya se pudrían en el fango. Creo que mostramos una insensibilidad inmensa al no prestar la atención mediática debida a los fallecidos y sí a los posibles, futuribles, derivados del accidente nuclear. Puede que ello se deba a que en nuestro interior sospechamos que no podemos sentir en nuestros países terremotos de esa dimensión, cosa que es cierta en algunos casos y en otros no, y que lo que nos pilla muy de cerca son las nucleares y las elecciones, como es el caso obvio de Alemania. A ver si mañana puedo escribir algo al respecto, pero hoy quería centrarme en los muertos reales, en los olvidados, y en los supervivientes, que los hay, que vuelven a las zonas devastadas, o son rescatados en la prisión salvadora en la que se convirtió su casa o coche, y al salir de allí su mundo ya no existe. ¿Qué pasaría por nuestras cabezas si sobrevivimos a algo así y vemos nuestras ciudades, pueblos, barrios, arrasados? Ayer por la noche, en un corte del telediario, salía la imagen de un señor de pie, en medio de lo que antes se supone era su pueblo, y ahora no era más que unas montañas de fango y escombro. Su cara no parecía expresar rabia o pena, sino más bien pura incredulidad. Negación. “No puede ser, esto no es real” parecía querer decir. Todavía no era consciente de los destrozos, de las víctimas, ni si quiera de su propia suerte como superviviente. Simplemente contemplaba un escenario de absoluta destrucción en lo que antes era, probablemente, un rincón familiar para él, un lugar querido, en el que pasó momentos inolvidables, otros intrascendentes, pero que seguro día a día recorría, sentía como suyo, cercano y familiar. Ahora ese decorado de su vida, ese escenario sobre el que se ha desarrollado su existencia, ha desaparecido, y con él seguro que muchos de los protagonistas con los que ha compartido las escenas de su vida. Amigos, simples conocidos, familiares, vecinos… muchos de ellos ahora yacen en medio de ese vertedero.
La cara de ese señor reflejaba la angustia que le sucede al hombre cuando se encuentra ante lo desconocido, lo que le supera, lo que no puede ser…. En este caso ha sido un desastre natural, hace diez años fueron unos aviones contra las torres gemelas, o unos terroristas en los trenes de Madrid hace siete, pero en todos casos se repiten, a millares, esas caras de alucinación, de asombro ante el vacío que se abre ante sus ojos. Llenar ese vacío, cubrir ese hueco, esa es la labor de reconstrucción más lenta y difícil a la que se enfrenta el pueblo japonés. Recrecerán la ciudades, se reabrirán carreteras y trenes, e incluso volverá a haber ofertas en nuevos centros comerciales, pero ese vacío…. ¿Cómo se llena? ¿Quién lo cubre?
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