lunes, febrero 27, 2012

El Oscar de The Artist

Este ha sido el fin de semana de “El Artista”, y no me estoy refiriendo de manera irónica a Iñaki Urdangarín, que también nos ha amenizado con sus paseos las tardes y noches de estos últimos días, sino a la película francesa que, como se esperaban ha ganado el Óscar al mejor film del pasado año, y de paso también se ha llevado el premio a la dirección, Michael Hazanavicious, y al mejor actor, Jean Dujardin, todo ello por una película muda y en blanco y negro, que pese a tener varias trampas no deja de ser algo que suena a antiguo. Vaya por delante que estoy encantado de que haya ganado el premio. Se lo merece.

Vi esa película al poco de estrenarse, y supongo que como la mayoría de los que estábamos en la sala, tenía dudas antes de que comenzara su proyección. No por el blanco y negro, porque esa maravilla de Geerge Clooney llamada “Buenas Noches y Buen Suerte” ya logró que hace pocos años muchos desfilasen por una pantalla llena de grises. Me daba miedo el silencio, el “mudo” con el que se anunciaba. Sí, habría música, pero los actores no iban a hablar, y sospechaba que eso me iba a dificultar mucho introducirme en el argumento. Frente a ello las críticas le ponían muy bien, y no dejaban de alabar su atrevimiento y frescura. Vamos allá, pensé, y empezó la proyección. Y qué poco duraron mis temores. Cierto, los actores no hablan en ningún momento, pero dicen muchísimo, no pronuncian palabra alguna, pero no la necesitan para expresar lo que piensan, sienten y padecen. La trama avanza, con momentos de mayor o menor brillantez, como es lógico, pero en ningún momento el espectador se siente desubicado, perdido o limitado por la ausencia de la voz. De hecho llega a un punto en el que si alguien hubiera hablado se hubiese cargado la película, logra convertir a la voz en algo superfluo, innecesario. Las caras que pone Dujardin en su papel de galán clásico son de antología, especialmente en las escenas en las que come con su mujer, en las que hay un punto socarrón y sarcástico que es maravilloso. Pero hay una escena, la que más me gustó de todas, en la que el gesto, la mirada y la pose lo son todo. En ella la actriz principal, Bérénice Bejo, mujer en la vida real del director, que interpreta el papel de una aspirante a actriz que, por casualidades de la vida, logra el triunfo, consigue, al principio del metraje, introducirse en el camerino de la estrella que encarna Dujardin, de la que está enamorada como todas las mujeres de esa época. Allí, sola, en medio de un sueño que para ella se está empezando a hacer realidad, agarra un perchero y logra que el espectador se conmueva hasta un punto inimaginable. Sin decir nada, sin abrir la boca. Muestra su sueño, su fantasía, la desarrolla delante del espectador que, atónito, no puede dejar de admirar la simpleza y profundidad con la que la imagen le atrapa. A lo largo de la película la trama evoluciona, y asistimos a la decadencia de esa estrella, asociada a un mundo sin palabras que sucumbe ante la llegada de cine sonoro, y el ascenso de la protagonista, que encuentra en las películas habladas el filón que la eleva a los cielos. Sin embargo el vínculo casual que se produjo entre los dos protagonistas al principio de la historia sigue hasta el final. Se cambian los papeles, pero el amor, la atracción se mantiene. El final, como todo el conjunto de la obra, es un sentido homenaje al cien en estado puro, a la fábrica de sueños que es la pantalla y la obra para ella creada, y deja al espectador con un delicioso sabor de boca.

En el fondo el que una película así, y encima francesa, haya ganado tantos Oscars y haya tenido éxito entre el público encierra un mensaje muy profundo. La mayor parte de la gente va al cine a entretenerse y que le cuenten historias que le seduzcan, interesen y de hagan pasar el rato. Los efectos, la técnica, el presupuesto, están bien, y llaman la atención, pero si no se cuenta una buena historia no hay decorados ni efectos especiales que valgan. Lo difícil de una película es lograr que se convierta en esa historia que conmueva, y El Artista lo logra excluyendo todo artificio imaginable. Como metáfora de lo que es importante en el cine, y en la vida, no está nada mal. Y encima le han premiado! Suban el volumen y emitan un sonoro aplauso.

1 comentario:

peich dijo...

¡¡ QUé curioso¡¡ La escena que describes es una de las que más recuerdo junto con el papel estelar del perro y la fuerza narrativa de la música. Gracias por esta cinéfila referencia.
¡¡ Buen lunes ¡¡