La noticia más impactante de este fin de semana ha sido el cierre de Spanair. Nuevamente los aeropuertos españoles han sido el escenario de una pesadilla en la que todo se ha conjurado para que el pasajero, siempre el más inocente, pague por todos los platos rotos. Desvíos, búsqueda de alternativas, carreras y personas atrapadas. Siempre que en el telediario se conecta con un aeropuerto para dar noticias es por algo similar, y a sabiendas de que nadie pagará por lo sucedido, ni se hará responsable, ni sufrirá ni la centésima parte de los disgustos y penalidades que ha provocado a muchas personas que sólo querían volar.
Lo de Spanair es una buena metáfora de cómo ha funcionado España durante estos últimos años y el futuro que nos espera. Fundada hace ya mucho tiempo por una compañía escandinava, SAS, para dar servicios charter, Spanair se fue haciendo un hueco en los mostradores gracias a la impericia y soberbia de Iberia, y se convirtió en la segunda aerolínea de España. La llegada de las líneas low cost y el encarecimiento del combustible (posee una flota vieja y muy tragona) le hizo mucho daño, y poco a poco entró en pérdidas que cada vez se hicieron más abultadas. Abocada a la quiebra hace unos años, fue rescatada por la Generalitat de Cataluña, que pensó que si otras Comunidades hacían aeropuertos, ella podía tener compañía de bandera. Así, el gobierno catalán y el Ayuntamiento de Barcelona se convirtieron en propietarios y gestores de una aerolínea, cosa que en su momento me pareció fuera de lugar, pero que era aplaudido desde todas las tribunas. La idea era que Spanair fuera la principal usuaria de la nueva terminal del aeropuerto de Barcelona, y que se convirtiera en la aerolínea catalana de referencia, la Iberia de Cataluña, más o menos, y todo ello acompañado de grandes subvenciones que permitiera hacer frente a unos costes que, lejos de disminuir, crecían a medida que la crisis dejaba los aviones con más plazas libres. Los números no daban, pero no importaba, seguía habiendo dinero en la caja pública y el presupuesto lo aguanta todo, debió pensar algún político iluminado que soñaba con las nubes flanqueadas de aviones portando señeras. El derrumbe económico de estos últimos años y el accidente de Barajas han sido la puntilla. Incapaz de hacer frente a la competencia de unas compañías de bajo coste que se lo comen todo, las aerolíneas tradicionales han optado por fusionarse o cerrar todo lo posible para poder vivir. Iberia se unió hace un año, tras un complejo proceso, con British Airways, y cada año más o menos quebraba una compañía aérea en España. Primero fue Air Madrid y, hace dos navidades, Air Comet, dejando en todos los casos indignados pasajeros en tierra, y abultadas deudas en los juzgados. Y a medida que pasaba el tiempo la conflictividad en Iberia crecía, cosa tan natural como la caída de la hoja en otoño, y Spanair, fuera del foco de los medios, acumulaba unas pérdidas que iban camino de record. Hace ya algunos meses que se oyó que estaba a la búsqueda de un socio estratégico, un salvavidas donde poder resguardarse de la ruina y del riesgo, cada vez más claro, de que la Unión europea considerase ilegales las ayudas otorgadas por la Generalitat y obligase a devolverlas. Finalmente ese caballero blanco no ha llegado y Spanair dejó de volar el pasado Viernes.
¿Consecuencias? Miles de trabajadores en la calle, algunos recolocables en otras compañías, muchos abocados a un largo y duro desempleo, miles y miles de viajeros indignados, estafados en su derecho a usar los billetes que sí habían pagado, cientos de millones de euros de dinero público tirados a la basura por parte de autoridades pusilánimes y manirrotas, que construyeron absurdos sueños en el aire con el dinero de todos, y unos gestores, públicos y privados, que harán todo lo posible para eludir su responsabilidad en todo esto, y que como es habitual, ni serán condenados ni devolverán a la sociedad todo el dinero que le han defraudado. ¿Es un reflejo de lo que pasa en el país o no?
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