Tras pasar un puente corto en Extremadura, tirando de un día
de vacaciones, y pasar mucho calor, llegué anoche a Madrid y me recibió un
calor aún más denso del que dejé en la provincia de Cáceres. Han sido tres días
agradables en compañía de unos amigos, que poseen casa en un pequeño pueblo
cercano a Trujillo. El Sábado, y dado que todas las zonas cercanas a la
localidad ya las teníamos exploradas, organicé una excursión hasta Alcántara,
localidad sita bastante lejos, junto al Tajo y la frontera portuguesa, donde
está el puente romano.
Y
es que ese puente es una de esas cosas que hay que ver al menos una vez en la
vida. Formado por seis ojos, construido íntegramente con sillares de
granito, el puente posee unas dimensiones formidables y hoy en día, dieciocho
siglos después de su construcción, sigue soportando el tráfico de la carretera
local que discurre a lo largo de las dos orillas del río. Su anchura es
equivalente a dos carriles de tráfico actuales, y su altura alcanza los setenta
metros sobre el nivel del río en el punto de desnivel más alto. El motivo de
hacer un puente tan grande se deriva de las crecidas del Tajo, que en sus
buenos tiempos alcanzó niveles que casi desbordan la altura de la construcción
romana. Sin embargo, desde la construcción de la presa de
Alcántara a finales de los sesenta el cauce del río permanece regulado y ya
no sufre oscilación alguna, siendo esta quizás la mejor garantía de
supervivencia del puente por muchos más siglos. La presa se contempla desde el
puente, dado que esta pocos cientos de metros más arriba del cauce del río, y
se puede subir en coche hasta un mirador y acceso que permite ver el embalse en
toda su extensión y, en medio de la sequía que vivimos, toda su capacidad
desaprovechada. Es un paisaje lunar, un sitio en el que no hay nadie, y en el
que una serie de edificios abandonados, puede que construidos para dar servicio
a los trabajadores que hicieron la presa, contribuyen a dar la sensación de que
uno se encuentra en algo muy parecido al final del mundo. Ya de vuelta a
Alcántara pueblo, comimos en un restaurante local y por la tarde fuimos a la
visita guiada al convento
de San Benito, edificio inconcluso de preciosa fábrica que estaba destinado
a ser iglesia catedralicia y que acabó convertido en anexo a la plaza del
pueblo. Su claustro, refectorio y algunas estancias dan gloria y lustre de lo
que debió ser en el pasado, pero el edificio eclesial, ya desacralizado,
inconcluso y desnudo, es un magnífico ejemplo de la historia, de expolio,
incultura y desidia que ha caracterizado la vida de muchos de los monumentos
españoles a lo largo de nuestra historia, y que sólo en estos últimos años
estamos empezando a corregir. Paredes vacías, en las que ornamentos, y
filigranas fueron arrancadas por su valor, utilidad o simple capricho, la base
de soporte del antiguo órgano, convertida en un amasijo de maderas podridas y
arruinadas que amenaza desplome inminente, y proyectos de arreglo y limpieza
que chocan continuamente con el eterno desacuerdo de las variadas
administraciones implicadas en la conservación de la nave religiosa. El resto
de la edificación, en las privadas manos de Iberdrola, presenta un buen estado
de conservación y de uso, siendo así que una simple puerta de cristal es la
frontera entre la conservación y la desidia, el interés y el abandono, la luz y
la sombra, y todo ello en el mismo complejo. Alucinante pero muy triste.
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