miércoles, agosto 22, 2012

La olimpiada de Samia Yusuf Omar


Ya lo siento, pero hoy toca una entrada dura y triste, sobre un tema que nunca llega a la portada de los informativos, que no obtiene relevancia alguna, pero que dice más de cómo somos y del mundo en el que vivimos que muchos discursos y tratados filosóficos. Hace un par de semanas se acabaron los Juegos Olímpicos de Londres, un soberbio espectáculo deportivo, económico y mediático lleno de pompa, oropel y atención por parte de todos los medios de comunicación. Samia Yusf no pudo participar en ellos y, tristemente, no lo hará en ninguna otra edición.

Y Samia sabía lo que era correr en una olimpiada. En las de Pekín de 2008 representó a su país, Somalia, siendo la abanderada, y corrió en las series de los 200 metros lisos, haciendo un registro muy discreto, quedando la última y siendo descalificada. En ese momento mucha gente, y yo entre ellos, por su puesto, ni caímos en la cuenta de quién era esa corredora ni a que país pertenecía ni nada. Otra que llega la última y se va para casa. Y así fue. Sin embargo la historia de Samia era la de la tragedia que asola a su país, pobre de solemnidad y sometido a guerras y fanatismos islamistas sin fin. Antes de participar en esos juegos Samia vivió años horribles, con una dura infancia y juventud en la que, entre otras cosas, probablemente sufrió ablación del clítoris, como casi todas las mujeres somalíes. Encontró en el deporte una válvula de escape personal y una forma de ganarse la vida, y haciendo frente a inmensas dificultades logró la proeza de llegar a Pekín, a la cumbre de la vida de un deportista. Su paso por los Juegos fue discreto, pero al volver a su país fue recibida como una heroína por haber llevado el nombre de Somalia tan lejos. Sin embargo esta alegría duró poco. El brazo somalí de Al Queda, que estaba presente en el país desde hace tiempo, se hizo fuerte y logró controlar el régimen mediante un golpe, y entre sus muchas y estúpidas medidas se encontraba la prohibición del deporte, tanto su práctica como su contemplación. El asesinato de los miembros del Comité Olímpico somalí hizo que Samia se encontrase, nuevamente, enfrentada a la dura y horrible realidad que había vivido toda su infancia, y que el sueño de Pekín no fuera sino el recuerdo de un efímero instante de alegría en medio de tanto dolor. Oculta por miedo a sufrir represalias por su condición de deportista, y todo ello agravado por ser mujer, algo que es un delito por sí mismo a los ojos del los fanáticos islamistas, Samia empezó a pensar en huir del país, escaparse lo más lejos posible y, si hubiera suerte, tratar de llegar a occidente, un lugar del que tanto había oído hablar y del que pudo tener un mínimo contacto en su etapa como atleta. En un viaje de cuyas condiciones y penares nunca sabremos nada, encadenando autobuses y días de caminata, Samia logra llegar a Libia, un país que sigue sumido en medio del caos y, con su sueño aún intacto, pero debilitada, hambrienta, y siendo una sombra física de lo que fue en el pasado, sueña con cruzar el Mediterráneo para llegar a la otra orilla, donde se encuentra el fin de su pesadilla. Y como muchos otros que, cada día, arriban a nuestras costas, Samia se embarcó en un cayuco que, repleto de sueños y tragedias, se hizo a la mar con rumbo al sur de Italia, al paraíso prometido, al futuro, a la tierra de los sueños.

Sin embargo el sueño de Samia nunca se haría realidad. Murió en el cayuco antes de llegar a las costas italianas, y seguramente no fue la única en fallecer en ese último viaje. Leer el resumen de su vida resulta tan angustioso como necesario, el comprobar como a lo largo de toda su existencia todo estuvo en contra de Samia, pero de la manera más cruel, fanática y terrible que uno imaginarse pueda, y ella trató de hacerle frente a ese horror, y estuvo a punto de ganarle. Al final no pudo ser, y su vida se perdió en las agua de un mar que también baña a Grecia, la cuna del olimpismo, y que desde hace unos días acoge el cuerpo de una heroína a la que nunca nadie puso una medalla, pero que se las merecía todas.

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