Ya lo siento, pero hoy toca una entrada dura y triste, sobre
un tema que nunca llega a la portada de los informativos, que no obtiene
relevancia alguna, pero que dice más de cómo somos y del mundo en el que
vivimos que muchos discursos y tratados filosóficos. Hace un par de semanas se
acabaron los Juegos Olímpicos de Londres, un soberbio espectáculo deportivo,
económico y mediático lleno de pompa, oropel y atención por parte de todos los
medios de comunicación. Samia Yusf no pudo participar en ellos y, tristemente,
no lo hará en ninguna otra edición.
Y Samia sabía lo que era correr en una olimpiada. En las de
Pekín de 2008 representó a su país, Somalia, siendo la abanderada, y corrió en
las series de los 200
metros lisos, haciendo un registro muy discreto,
quedando la última y siendo descalificada. En ese momento mucha gente, y yo
entre ellos, por su puesto, ni caímos en la cuenta de quién era esa corredora
ni a que país pertenecía ni nada. Otra que llega la última y se va para casa. Y
así fue. Sin embargo la historia de Samia era la de la tragedia que asola a su
país, pobre de solemnidad y sometido a guerras y fanatismos islamistas sin fin.
Antes de participar en esos juegos Samia vivió años horribles, con una dura
infancia y juventud en la que, entre otras cosas, probablemente sufrió ablación
del clítoris, como casi todas las mujeres somalíes. Encontró en el deporte una
válvula de escape personal y una forma de ganarse la vida, y haciendo frente a
inmensas dificultades logró la proeza de llegar a Pekín, a la cumbre de la vida
de un deportista. Su paso por los Juegos fue discreto, pero al volver a su país
fue recibida como una heroína por haber llevado el nombre de Somalia tan lejos.
Sin embargo esta alegría duró poco. El brazo somalí de Al Queda, que estaba
presente en el país desde hace tiempo, se hizo fuerte y logró controlar el
régimen mediante un golpe, y entre sus muchas y estúpidas medidas se encontraba
la prohibición del deporte, tanto su práctica como su contemplación. El
asesinato de los miembros del Comité Olímpico somalí hizo que Samia se
encontrase, nuevamente, enfrentada a la dura y horrible realidad que había
vivido toda su infancia, y que el sueño de Pekín no fuera sino el recuerdo de
un efímero instante de alegría en medio de tanto dolor. Oculta por miedo a
sufrir represalias por su condición de deportista, y todo ello agravado por ser
mujer, algo que es un delito por sí mismo a los ojos del los fanáticos
islamistas, Samia empezó a pensar en huir del país, escaparse lo más lejos posible
y, si hubiera suerte, tratar de llegar a occidente, un lugar del que tanto
había oído hablar y del que pudo tener un mínimo contacto en su etapa como
atleta. En un viaje de cuyas condiciones y penares nunca sabremos nada,
encadenando autobuses y días de caminata, Samia logra llegar a Libia, un país
que sigue sumido en medio del caos y, con su sueño aún intacto, pero
debilitada, hambrienta, y siendo una sombra física de lo que fue en el pasado,
sueña con cruzar el Mediterráneo para llegar a la otra orilla, donde se
encuentra el fin de su pesadilla. Y como muchos otros que, cada día, arriban a
nuestras costas, Samia se embarcó en un cayuco que, repleto de sueños y
tragedias, se hizo a la mar con rumbo al sur de Italia, al paraíso prometido,
al futuro, a la tierra de los sueños.
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