Parece que, por fin, después de unos cuantos días de calor
insoportable, la ola sahariana que sufrimos desde finales de la semana pasada
se marcha de España, poco a poco, eso sí, pero empieza a irse. Dos o tres
grados menos al día que harán la vida más respirable y uno o dos por noche que
ayudarán a que las camas de las casas no sean potros de tortura en los que dar
vueltas sin fin. Lo que no se ve a corto o medio plazo es lluvia, la tan
deseada y necesitada lluvia, de la que muy poco hemos visto en este reseco año
2012.
Esta adversa climatología, que hace que arrastremos un déficit
de precipitación desde el seco invierno, unida a la desidia general ante la
naturaleza, la imprudencia, la mala fe o la simple delincuencia, han hecho que
este año el número de incendios forestales se dispare y alcance proporciones
difíciles de imaginar. Llevamos ya unas 150.000 hectáreas
quemadas, una barbaridad, y nombres como La Gomera, Castrocontrigo, Palamós o Barco
de Ávila se asocian este verano, junto con el de muchas otras localidades, a
llamas, fuego, helicópteros e hidroaviones de carga, retenes forestales y
destrucción, enorme e irreparable destrucción. También tenemos que contabilizar
las no pocas personas que han fallecido en la extinción de estos fuegos,
algunos brigadistas o militares profesionales, otros ayudantes, y algunos que
se vieron rodeados por las llamas y murieron al tratar de escapar, como el
terrible caso el padre y su hija que fallecieron al caerse de un acantilado en
Gerona hace un mes cuando el fuego les rodeó. Y no podemos evitar pensar en el
desastre económico que suponen los incendios, en los miles, millones de euros que
cuesta su extinción, en la pérdida de valiosa masa forestal, de paisaje, de
valor turístico, de recursos, de residencias y propiedades. Un incendio es una
catástrofe y una ruina para la población que lo sufre, y puede ser una tragedia
humana si alguno de los vecinos fallece, pero es una tragedia con el resto de
calificativos imaginables si, Dios no lo quiera, no hay vidas humanas perdidas.
Sin embargo, y pese a todo este rosario de calamidades asociadas al fuego,
seguimos contemplando con pasividad los incendios, con algo de susto, pero sin
la menor conciencia del daño y desastre que suponen. Las administraciones públicas
muestran, año tras año, su incompetencia y descoordinación a la hora de atajarlos
y su prestancia a echarse las culpas unos a otros, y este año, con tanto
incendio, más. Los pirómanos, sean dementes, buscadores de terrenos baratos,
buscadores de venganza o lo que fuera, siguen quedando impunes y las penas de cárcel
que se imponen, si las hay, siguen siendo ridículas. De hecho el número de
detenidos en relación a los incendios producidos es tan bajo que da la sensación
de que la policía tampoco se toma en serio este asunto, como si fuera una catástrofe
natural del estilo de una riada, en la que buscar culpables tiene poco sentido.
No puede ser que robar una tienda tenga una elevada pena y prender fuego al monte
y arruinar a un pueblo salga gratis. No. En esta materia tenemos aún todo por
hacer, siguiendo por las autoridades, pero empezando por la conciencia social. El
terrorismo forestal es eso, terrorismo, y hasta que no lo veamos así no
cambiaremos nada.
España es un país árido, desértico en muchas de sus regiones,
propenso a duros ciclos de sequía como el que estamos atravesando, en el que
cada árbol tiene un valor inmenso y que no podemos permitirnos el lujo de
destruir. Ver una
imagen como esta de la NASA en la que se señalan los incendios habidos en
Europa en lo que llevamos de verano debe inducir a la reflexión de todos. Si
en los países nórdicos el fuego es grave, pero el clima ayuda a regenerar el
bosque, un incendio en España puede convertir un vergel en un desierto en pocos
años. Debemos cambiar de mentalidad, debemos pasar a la acción contra el fuego
y sus causantes. Nos va el país y nuestro futuro en ello.
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