El 20 de Julio de 1969 Neil Armstrong fue el primer ser
humano que, puesto de pie sobre un suelo sólido, contemplo la tierra en su
totalidad. Fue el primero que pisó otro planeta que no fuese el único que han
conocido los humanos, y con él todos los humanos rompimos la gran barrera del
espacio. Lo que hizo Armstrong ese día no lo había hecho nunca nadie, jamás. Su
gesta es tan admirable como difícil de asimilar, y vista desde hoy se antoja
aún más meritoria. La muerte
de Armstrong el pasado sábado deja un hueco imposible de llenar.
Armstrong sabía, sin embargo, que él era una pieza más,
importante y fundamental, pero una pieza, de la inmensa maquinaria de
ingeniería, propaganda y tecnología que desarrolló el gobierno norteamericano
en los años sesenta para llegar hasta la Luna, con el objetivo de batir a la
URSS y dejar claro quién era la superpotencia dominante. Su capacidad técnica,
experiencia de vuelo, conocimientos y maestría eran indudables, pero de no
existir ese contexto político que se denominó guerra fría probablemente los
Apollo no se hubieran diseñado nunca y Armstrong no hubiera puesto sus pies en
el mar de la tranquilidad de la Luna. Pero sucedió. Estuvo en el momento
adecuado y con los conocimientos necesarios, y su gesta culminó el esfuerzo de
toda una nación que puso lo mejor de sí misma para poder alcanzar la Luna. Esa
década de los sesenta es, vista en perspectiva, gloriosa para los EEUU y lo que
llamamos occidente. Años de continua, creciente e imparable prosperidad que
cambiaron la sociedad por completo, la vida en los hogares y la forma de
trabajar y vivir en las nuevas ciudades. Incluso en naciones atrasadas y
sometidas a regímenes prehistóricos como España los sesenta fueron años
dorados. Luego llegarían los setenta, con Vietnam, la crisis del petróleo, y la
frustración de muchos sueños pero en aquellos momentos todo parecía posible. Y
los cohetes de la NASA espoleaban la imaginación de niños y adultos en todo el
mundo. Cada vez más grandes y complejos, llegaban lejos, muy lejos, y las
primeras órbitas lunares, completadas en 1968, dejaron claro que la maquinaria
estaba preparada para conseguir el logro de aterrizar en nuestro satélite. Cada
año que pasaba el objetivo estaba más cerca y el progreso no parecía detenerse
nunca. Al calor del programa Apollo los escritores de ciencia ficción, y los
divulgadores serios, empezaron a vislumbrar una nueva época en la que los
viajes espaciales fueran algo tan rutinario como los ya comunes vuelos
trasatlánticos, y una vez alcanzada la Luna vivir allí o en otros planetas se
antojaba el paso natural. Cómics, películas y libros relataban las andanzas de
los residentes en el espacio, y plataformas como las del Apollo crecían en la
imaginación de los residentes de muchas ciudades como relevo a los aeropuertos,
que ya se habían convertido en algo familiar. Y fue Armstrong la encarnación de
ese sueño, los ojos, al cara y la sonrisa del hombre, del ciudadano, del
norteamericano, que no conoce límites, que llega hasta donde se lo propone y
alcanza el futuro con la mano si estira el brazo lo suficiente. Ese 20 de Julio
de 1969 Armstrong se convirtió en el ser humano más importante de la historia.
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