El desplome del Ibex y el disparo
de la prima de riesgo de ayer acabaron por dar la razón, ojalá que así no
hubiera sido, a los que opinábamos que la estrategia defensiva de Rajoy es un
desastre, pero no quiero hablarles de esto todos los días. Ayer se produjo un
noticia fascinante que da mucho juego, y es que se ha confirmado por análisis
sofisticados que los restos humanos encontrados bajo un aparcamiento en
Leicester, Inglaterra, corresponden nada más y nada menos que a Enrique III, el
Rey que inmortalizó Shakespeare y que, con su vida, crueldad y muerte
caracterizó una de las épocas más convulsas de Inglaterra.
La muerte de Ricardo III supuso
el final de su línea dinástica, la de la casa de York, y el advenimiento de los
Tudor, a los que seguramente muchos ya les ponen cara tanto histórica como
televisiva. Sin embargo es este tercero de los ricardos el final de una historia
poco conocida fuera de Inglaterra pero que es apasionante, y que comienza a
mediados del muy lejano siglo XII, cuando la casa de Plantagenet logra el trono
de Inglaterra, que logra conservar con sus ocasionales y acostumbradas guerras,
hasta el final del siglo XIV. En este punto se produce una disputa entre los
herederos del trono, que se organizan en torno a dos casas nobiliarias que
pretenden ser las legítimas sucesoras de la dinastía Plantagenet. Las dos casas
son la de York, cuyo emblema es una rosa blanca, y la de Lancaster, cuyo
emblema es una rosa roja. Así, como se podrán imaginar, poco tardan en surgir
las hostilidades, y el siglo XV está marcado en Inglaterra por la disputa de
ambas casas por el trono, en unos enfrentamientos que han pasado a la historia
como la guerra de las rosas. Con momentos de calma y otros de salvaje
enfrentamiento, las dos casas, y el conjunto de nobles que las apoyaban, que
iban cambiando de bando en función de lo que se les ofrecía y de cómo
evolucionaba el enfrentamiento, se desangraron mutuamente a lo largo de décadas
de enfrentamientos en los que lo mejor de la nobleza inglesa se lanzaba espada
en ristre frente a frente, acabando muchas cabezas en el campo de batalla y
otras tantas colgadas de picas a las puertas de los castillos respectivos.
Durante todos esos años el poder osciló entre representantes de ambas casas
que, por periodos más o menos estables, lograban retener su corona, mediante
batallas o acuerdos bajo cuerda con algunos nobles renegados, hasta que la situación
de equilibrio se rompía y nuevamente el trono cambiaba de bando. En definitiva,
una larga y cruenta guerra civil que asolaba los campos y debilitaba a la
economía y sociedad inglesa, arrastrándola por la pendiente del salvajismo
hacia la nada. El cadáver aparcado en Leicester, Ricardo III, es el último de
los reyes de la casa de York. Cruel, deforme y receloso, el retrato que de él
realiza Shakespeare es para salir corriendo ante su mera mención, pero es probable
que fuera un soberano muy en la medida de lo que se estilaba en aquel momento,
dado que si no eras hábil con la espada ni duro con tus enemigos tu garganta
sería rebanada por ellos a la primera oportunidad. De hecho, su sucesor
reafirma esta idea. Ricardo III muere el 22 de agosto de 1485 en la batalla de
Bosworth a manos de Enrique Tudor, apoyado por los Lancaster. Tras su victoria,
Enrique, coronado como VII, toma dos decisiones muy importantes que garantizan
la pervivencia de los Tudor en el trono y el fin de la batalla dinástica. Una
es la de casarse con Isabel de York, la que mejor podía reclamar el trono por
parte de su casa tras la muerte de Ricardo III, y la otra es la de matar a todo
posible descendiente que quedase vivo, eliminando así toda la competencia y garantizándose
la tranquilidad. Enrique VII funde en una misma insignia las dos rosas, roja y
blanca, y la denomina la Rosa Tudor, y acabada la guerra empieza una época de
tranquilidad en el reino y el inicio del renacimiento inglés.
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