lunes, agosto 19, 2013

Egipto sumido en la guerra islamista


Las noticias que a lo largo del fin de semana han ido llegando desde Egipto son de una gravedad extrema. Enfrentamientos continuos entre las fuerzas militares y los islamistas, saldados con un balance de muertos cercano a las cien personas cada día, destrozos, quemas de iglesias cristianas, linchamientos… por momentos El Cairo recordaba el paisaje de una ciudad en guerra, y el balance y situación de los focos de conflicto en el mapa de la ciudad parecía dibujar una situación de estrategia de ataque y defensa, con barrios dominados por islamistas levantados en armas, zonas controladas por el ejército llenas de patrullas y controles, y zonas de nadie, manzanas y manzanas de edificios donde reina el caos y la confusión. Eso es, ahora mismo, El Cairo y Egipto en su totalidad.

Las derivadas de lo que allí está sucediendo son enormes, múltiples y muy complejas. Hoy quiero pensar un poco en lo que esto significa para la estabilidad del país, de la zona y de lo que se ha dado en llamar las primaveras árabes, que surgieron como un soplo de esperanza en medio del desierto, real de arena y metafórico de ausencia de libertades, y que poco a poco se han ido marchitando a medida que el verano islamista ha tomado el control de la situación. ¿Se han acabado las primaveras árabes? ¿Han muerto? Creo que sí, al menos tal y como las concebimos en sus inicios. Si recuerdan por aquel entonces, hace un par de años, tampoco ha pasado tanto tiempo, un soplo de ilusión recorría esos países, en forma de revueltas populares que demandaban derechos civiles, libertades y trabajo. Desde occidente se vio todo con ilusión y sonrisas, y pese a que había algunas voces que llamaban a la reflexión y a no dejarse llevar por la inocencia, aplaudimos todos de manera unánime esos movimientos. Hubo, sin embargo, dos factores que no supimos calibrar en su momento, y que a la larga han sido determinantes para llegar al estado actual. Uno es la economía de estos países, medio arruinada entonces, hundida del todo ahora mismo, y la pobreza entre la población, mucha de ella analfabeta o sin estudios, que vive del día a día y quiere que el régimen, sea el que sea, le permita alimentarse. Los países árabes o del norte de África apenas poseen clases medias como las europeas, que puedan dirigir el país y crear las condiciones para que una economía de mercado funcione correctamente, generen crecimiento económico y aumente el nivel de vida de la población. Por ello, una revolución que no es capaz de crear riqueza puede fracasar estrepitosamente. Si el aspecto económico es común en el Magreb y en otras áreas geográficas, como puede ser Centroamérica o África central, el otro factor, decisivo, es propio de los países islámico, y es el islamismo, el integrismo islámico, una concepción total de la sociedad al servicio de la religión y de Ala, basada en planteamientos teocráticos cuasimedievales en los que los derechos civiles, la existencia de la mujer y muchas otras concepciones que para nosotros son básicas y consustanciales a la vida diaria son, simplemente, pisoteadas como muestra de comportamientos infieles al Corán. Durante las primaveras, los grupos islamistas, presentes con mucho peso en todos los países en los que tuvieron lugar las revueltas, no las encabezaron, ni se situaron tras ninguna pancarta. Curioso, y eso debió hacernos sospechar, pero no quisimos o supimos verlo. Agazapados, esperaban a que la revuelta “liberal” acabase con el régimen dictatorial para conseguir llegar ellos al poder. Así, en cada uno de los procesos electorales surgidos tras la derrocación de los viejos regímenes militares, los islamistas han ido ganando gobiernos y poder sin parar. En Túnez y Egipto como principales ejemplos, sus victorias en las elecciones fueron rotundas. Organizados desde hace décadas, acostumbrados a trabajar en la clandestinidad, las organizaciones islamistas sólo tuvieron que alargar un poco el brazo una vez que cayó el dictador que les sometía para hacerse con el poder que quedaba libre. Y lo hicieron, desde luego que lo hicieron.

El golpe de estado en Egipto, como lo fue el de Argelia en los noventa, es la reacción del poder establecido, en el caso egipcio el puramente militar, frente a un islamismo radical que quiere convertir a El Cairo en una nueva Kabul llena de barbudos orantes apoyados en un Kalashnikov. Lo desastroso de la situación actual es que el islamismo está preparado para afrontar víctimas, ofrecidas en el altar del martirio de Ala, y cada vida que siega el ejército es sangre que riega el oasis en que se convertirá la tierra (mejor arena) reconquistada. Más de veinte años después, volvemos al escenario argelino y poco es lo que se ha avanzado. Es más, el radicalismo islamista aún es más intenso ahora que entonces. Egipto, así, ha caído en una de las peores trampas imaginable, que sólo le augura años de sufrimiento, dolor y llanto.

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